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domingo, 23 de marzo de 2014

Capítulo 2- La noche del terror . - (Yarah agua y fuego)

2. La noche del terror.


            17. Julio.2001



               En ese mismo instante desvió la mirada, por alguna extraña razón tenía el presentimiento de que alguien la había estado observando mientras pensaba.
Se puso en pie, ya había terminado.
Salió de allí con paso firme pensando ir al lago, pero cayó en la cuenta de que antes necesitaba una ducha.
  La mañana no había empezado del todo bien.
La señora Cassano había conseguido ponerla de mal humor al despertarla de aquella manera tan inadecuada.
Se sentía algo mareada por la falta de sueño, pero sobre todo por lo desnutrida que estaba desde que llegó a aquel lugar.
Aquellas tres semanas lejos de su hogar se le antojaban tristes y desesperanzadoras.
  Hollstarr era un lugar precioso, pero necesitaba regresar a su hogar y buscar afecto en la única persona con vida que la quería tal como era.
Se sentía estúpida por haberse dejado llevar por sus instintos.
El día que Eirian salió en su defensa, no era ni mucho menos una señal, sino una advertencia que la intentaba persuadir de ir al campamento.

  Pasó por su tienda de campaña, la más pequeña y deshilachada de todas.
Cogió una toalla, ropa limpia, su bolsa de aseo y lo metió todo en una pequeña mochila.
  Las duchas dejaban mucho que desear. Eran bastante pequeñas y parecía que no las habían limpiado jamás.
Cerró la vieja cortina gris y encendió el grifo del agua caliente. Raro era el día que podía ducharse en condiciones ya que la caldera parecía estar siempre estropeada.
Se desnudó con cuidado y guardó la ropa sucia en la mochila. Después se metió bajo del chorro de agua templada y disfrutó de aquel momento.

  Parecía una niña cualquiera, pero en realidad era mucho más que eso.
Era fuerte, podía soportar casi cualquier cosa que le echasen encima.
A pesar de estar sola y no tener un solo amigo, era capaz de divertirse y disfrutar de las cosas maravillosas que la vida le había dado.
Tenía otra manera de ver el mundo. A sus ojos cada persona tiene una misión, pero por más que buscaba la suya, era incapaz de encontrarla.
Era demasiado madura para su edad, parecía ser bastante mayor.
Tenía una personalidad fuerte y definida, una chica de principios, autosuficiente, valerosa y con un gran corazón.

  Físicamente pasaba desapercibida.
Su cuerpo era aún el de una niña. A penas se había desarrollado, a diferencia de muchas chicas de su edad que ya tenían cuerpo de mujer.
Pero si había algo que la diferenciaba por completo del resto, era su piel. Una piel blanca y aterciopelada que rozaba casi la perfección, de no ser por las machas violáceas y amarillentas que adornaban casi la totalidad de su cuerpo
Aquellas eran las marcas que reflejaban el dolor físico al que estaba sometida casi a diario.
  Su larga y ondulada melena castaño claro, era una de las partes de su cuerpo que más le gustaba, a parte de sus ojos. Aquellos ojos de un color azul verdoso que tantas lágrimas habían derramado a lo largo de sus trece años.
Su mirada era otra de las cosas que la caracterizaban. Una mirada dulce y profunda que pocas personas sabían apreciar.

  Después de ponerse el vestido azul que Alika le había regalado las pasadas navidades, recogió su cabello en una coleta, aunque éste ya había empapado parte de la ropa,  salió del baño.
Caminaba de vuelta a la tienda de campaña para dejar sus cosas cuando sintió que alguien la observaba de nuevo.
Aminoró el paso y con disimulo miró a su alrededor. No observó nada fuera de lo común, los demás aún seguían en el comedor.
Se intentó convencer de que tan solo eran imaginaciones suyas, pero se dio cuenta de su equivocación cuando observó desde lejos que alguien había abierto su tienda de campaña. Sintió una punzada de miedo, pero se armó de valor y se dirigió hacia allí con paso firme.
  De entre la azulada lona asomaban un par de zapatillas de deporte llenas de hierba y barro seco. Sin pensarlo dos veces, agarró la tela y tiró con fuerza, dejando el interior al descubierto.
En aquellas milésimas de segundo, pasó por su cabeza la imagen de Maillon. Estaba convencida de que aquellos enormes pies debían ser los suyos, pero una vez más se equivocaba.
Eirian la miró y ella sostuvo aquella inquietante mirada durante casi un minuto. Aquellos ojos verdes le atravesaban como espadas dejando al descubierto la vergüenza que sentía y al mismo tiempo el orgullo que demostraba.
Sin esperarlo, las palabras salieron de la boca de Yarah como un cañonazo.
  – ¿Qué estás haciendo? – no resultó ser un tono brusco ni maleducado. Si no que más bien fue una pregunta simple y de lo más amable.
  Él no contestó. Intentó ponerse en pie mientras soltaba una serie de gruñidos.
Después se fue de allí con arrogancia.
  Ella no supo que hacer.
Salir corriendo tras él para pedir cualquier tipo de explicación era demasiado arriesgado, pero se veía ridícula al quedarse parada sin hacer nada.
Miró el interior de la tienda, todo estaba patas arriba, incluso se veían hojas sueltas de su bloc de dibujo. Cerró los ojos e intentó pensar con calma, pero no conseguía hacerlo. ¿Qué diablos buscaba Eirian entre sus cosas?
Guardó con rapidez la mochila que llevaba, cerró la tienda de campaña y echó a correr en la dirección que el chico acababa de tomar.

  Lo encontró a lo lejos, fuera de las inmediaciones del campamento.
   – ¡Eh tú! – gritó Yarah a pleno pulmón, pero el chico ni se inmutó–. ¡Espera! – pisó un charco lleno de barro, manchándose casi hasta la rodilla y parte del vestido –. ¿Se puede saber que hacías hurgando entre mis cosas? ¡Quiero una explicación!
  Eirian apretó el paso. Siempre acababa finalista en las carreras del colegio, por lo que sería demasiado difícil alcanzarle. Pero necesitaba saber que era lo que se traía entre manos, así que se descalzó y comenzó a correr con fuerza.
Ella también era buena corredora.
  Le sacaba bastantes metros de ventaja y sus piernas comenzaban a flaquear.
Llevaba tanto tiempo corriendo tras él que había dejado de reconocer su entorno. Intentó realizar un último esfuerzo y apretó el paso, pero resultó en vano.
Frenó en seco para tomar aire. Notaba la boca seca y las mejillas al rojo vivo.
Se agachó y apoyó las manos en sus rodillas. A penas entraba aire en sus pulmones.

  Una vez se recuperó, irguió el cuerpo y miró a su alrededor. Se encontraba en una especie de bosque. No había demasiados árboles, pero si los suficientes como para haberse perdido entre ellos.
Entrecerró los ojos. A lo lejos, unos diez árboles más allá, divisó los ojos verdes del muchacho. La miraba fijamente, sin ningún tipo de expresión en el semblante.
Contempló el rostro del chico hasta que desapareció entre la maleza sin dejar rastro.
  Hacía pocas horas que había amanecido, pero donde ella estaba parecía que la noche se había adueñado de todo. Las espesas ramas de los árboles atrapaban la luz del sol.
Acarició suavemente la piel de sus brazos, erizada tras un escalofrío. La temperatura era notablemente más baja.
Lo que más miedo le transfería aquella situación era la respuesta a pregunta que llevaba un rato revoloteando en su cabeza… ¿Cómo saldría de allí?
Tal vez si se quedaba esperando, alguien acudiera en su busca.
Rió en alto. ¿Quién se iba a preocupar por ella? A veces era demasiado ilusa.
Tras sopesar varias alternativas, decidió que lo mejor sería dejarse llevar por la intuición, que aunque no siempre estuviera de su parte, era lo único a lo que se podía aferrar en ese momento.
Dio una vuelta sobre sí misma y comenzó a andar sin saber hacia donde.

  Llevaba caminado en círculo algo más de dos horas cuando tropezó y cayó al suelo. Se llevó las manos a la rodilla de inmediato y profirió un grito de dolor.
Se había golpeado con fuerza contra una piedra afilada, haciéndose una herida profunda que sangraba sin cesar. El dolor era atroz.
Se llevó las manos llenas de sangre a la cabeza y suspiró hondo. La mala suerte estaba de su parte ¿Por qué diablos perseguiría a semejante imbécil?
A lo lejos, algo llamó su atención. Era un objeto que brillaba semiescondido bajo un pequeño montículo de arena.
Estiró la mano para cogerlo con cuidado. El frío de aquel pesado metal atravesó su piel, y a punto estuvo de dejarlo caer.
Estaba tan absorta en su nuevo descubrimiento que se olvidó por completo del fuerte dolor que le provocaba la herida.
Miró el objeto de cerca. Parecía un pendiente antiguo, tanto que perfectamente podría haber pertenecido a la Edad Media. En él, no quedaba un sólo atisbo del color de la plata, el paso de los años lo había ennegrecido por completo.
En el centro de las abstractas figuras, resplandecía una piedra preciosa de color blanquecino y el tamaño de una lenteja. Poseía un brillo intenso, casi cegador a pesar de la falta de luz en el bosque.
Del extremo final del pendiente caían tres hileras de piedras similares a la anterior, sólo que éstas con forma de lágrima y algo menos de fulgor.
Fuera de quien fuese aquella joya, tuvo que lamentar el haberla perdido.
  Quizá se tratara de una pieza única tan antigua que su valor fuera incalculable, o quizá no fuera más que una baratija de imitación que cualquier persona pudiera adquirir. Pero a ella eso le daba igual, lo había encontrado, y era su nuevo tesoro.
  Cerró la mano en un puño, no quería perderlo. Se armó de valor y se puso en pie tras el segundo intento. Tras ella se escuchó el sonido de una rama resquebrajándose.
Desvió la mirada hacia el lugar del que provenía, pero no observó nada extraño.
Continuó caminando a pesar del dolor y la cojera.
Se sentía cansada y cuando por fin llegó a un árbol de gran tamaño que no recordaba haber visto antes cerró los ojos y se dejó llevar por sus sentidos.

  Cuando era pequeña solía jugar con las sensaciones que le rodeaban.
Caminaba por las calles de Courrners sin mirar el camino elegido, únicamente dirigía su mirada al suelo. Cuando creía que había pasado el tiempo suficiente, dejaba de andar, cerraba los ojos y se dejaba embriagar por cualquier detalle que la rodease.
El olor a manzana verde le indicaba que estaba frente a la frutería de Hollow. El sonido de gotas de agua golpeando un cristal de bohemia, que estaba en el patio de la señora Missel, la mujer más rica de todo el pueblo. El sabor a metal en su garganta, que estaba frente a la fábrica de cazuelas de Sunich.
Rara era la vez que se equivocaba de lugar, a decir verdad eso solo ocurrió una vez y resultó ser frente a la casa de Maillon Runch, el día que su madre decidió hacer limpieza en la casa eliminando por completo el olor a pocilga.

  Pero estar allí, sola y perdida en un bosque totalmente desconocido para ella, se acababa de convertir en la prueba más difícil de aquel extraño juego.
 Con los ojos cerrados se sentía más vulnerable al resto de sensaciones.
Recordó el olor a óxido y moho de las tiendas de campaña, el sonido de las cañerías del comedor, el tacto rugoso de la fina arena del patio de juego...
Pero nada de eso se encontraba a su alrededor, tan solo era capaz de escuchar el canto de los pájaros, disfrutar del olor a hierba fresca y sentir el aire frío golpeando su cuerpo.
  Lo intentó una vez más.
Los gritos de los niños mientras jugaban, el olor a sudor, el sabor metálico de los cubiertos, el olor a carne y sangre que salían de la cocina, el silbato de los monitores que indicaba el comienzo de las actividades de la tarde…
¡Eso era! ¡El silbato! Era difuso y lejano, pero real.
Aún con los ojos cerrados caminó a tientas entre los árboles, dejándose llevar por sus otros cuatro sentidos. Así llegaría antes y evitaría perderse de nuevo.
El sonido se hacía más intenso, incluso podía escuchar la irritante voz de la señora Cassano que tanto había odiado esa misma mañana. Ahora le parecía una melodía celestial. Agudizó el olfato, mientras ella estuvo perdida en el bosque, los demás habían pintado con acuarelas, jugado al fútbol y  comido garbanzos con merluza.
Abrió los ojos, contenta aceleró tanto como pudo.
Podía ver las instalaciones a lo lejos, y acercándose a ella las dos personas con las que menos deseaba encontrarse en ese momento.
Maillon, caminaba con aires de grandiosidad junto a Steffano, que se sacudía el pelo con la mano mientras mascaba chicle sin cerrar la boca ni un instante.
Sintió algo de preocupación, en el grupo faltaba una persona.
A pesar de que él había sido el causante de lo ocurrido aquella mañana, parecía no haber regresado aún. ¿Y si le hubiera ocurrido algo en el bosque?
  – ¿Qué te ha pasado, rara? – preguntó el grandullón con tono de burla.
  – Estaría jugando al parchís con sus amigos los extraterrestres – añadió Steffano con una sonrisa en la boca.
  – Seguro que ni ellos la soportan
Ambos rieron a carcajadas. Ella fingió no haberlos escuchado y continuó su camino. Aquella herida merecía más atención que aquel par de imbéciles.
  – ¿Qué te ha pasado en la pierna?
  – Tendría hambre
Rieron de nuevo.
Un silbido atrajo la atención de los tres niños. Provenía del bosque del que Yarah acababa de salir.
Y del mismo modo que se había marchado, apareció de entre la oscuridad.
El chico de ojos verdes corría hacía ellos con trote elegante y firme. Intacto, ni un solo rasguño en todo el cuerpo. Apartó uno de sus castaños cabellos de su frente mientras secaba una gota de sudor que resbalaba por ésta.
  – Os equivocáis chicos – dijo jadeando con aquel imperturbable tono de voz.
  Todos le miraban expectantes, esperando escuchar sus próximas palabras
  – En realidad ha ido a dar de comer a su familia – y tras pronunciar aquellas palabras, imitó de manera burda y torpe a lo que parecía ser un mono.
  – Los monos no viven en los bosques, idiota – Aquellas palabras salieron como una bala de su boca. Sabía que no debía haber dicho aquellas palabras, pero a pesar de haber sido involuntarias, se sentía satisfecha de haberlo hecho.
Miró a los tres matones que habían enmudecido frente a aquella insensatez.
Dio media vuelta, y continuó con su marcha.
  – ¡¿Te crees muy graciosa?! – gritó Maillon tras ella.
Ignoró al chico por completo.
  – ¡Te ha hecho una pregunta, asquerosa! – gritó aún con más fuerza su súbdito italiano.
   Por el contrario, ella sonrió. Se sentía en una nube, satisfecha y superior a ellos. No en fuerza, pero si en orgullo e inteligencia.
  – ¡No te vayas! – gritó de nuevo Maillon, se adivinaba cierto tono de impaciencia y turbación en su voz.
  – Dejadla en paz – dijo Eirian con resignación –. No merece la pena
Esas fueron las únicas palabras que hicieron efecto en Yarah.
Arqueó la ceja y separó ligeramente los labios.
Era la última frase que esperaba escuchar en aquel momento. Aún así no detuvo el paso, pero imaginó que tanto la cara de Maillon como la de Steffano, debían mostrar más sorpresa incluso que la suya propia.


  Thomas, el monitor más joven del campamento de Hollstarr, curó la herida de Yarah. Tardó más de uno hora ya que tuvo que desinfectarla concienzudamente y aplicar cremas cicatrizantes antes de poner un tupido vendaje.
Por lo que le dijo, debía haber perdido mucha sangre.
Le obligó a sentarse en una vieja silla de la cocina y beber un zumo de naranja mientras él buscaba algo para darle de comer.
  Era la primera vez que estaba allí dentro. Por el aspecto que presentaban las paredes, no daba una imagen de limpieza ni pulcritud. Los azulejos, o lo que quedaba de ellos, estaban llenos de grasa acumulada. Las viejas cacerolas de hierro reposaban llenas de lo que parecía ser un horrible puré de zanahoria que probablemente fuera la cena de ese día. Pero aún era de la suciedad y restos de comida que se hallaban esparcidos por el suelo.
Se asomó por una de las ventanas. A lo lejos puso ver a los tres chicos con los que se acababa de enfrentar.
Ahora discutían entre ellos de manera exagerada.
  – Toma, es lo único que puedo robar de aquí sin que me corten las manos – dijo Thomas sonriendo.
  Aquel chico, de cabello corto y rubio y ojos del color del azabache, era el monitor que mejor trataba a la niña, aunque a veces no fuera del todo amigable.
No tendría más de veintiséis años, pero se apreciaban ligeras arrugas surcando sus hundidos ojos.
  Yarah cogió el bocadillo de queso que el chico le había hecho y salió del comedor.
Le había recomendado que se fuera a su tienda a descansar lo que quedaba de día, pero era lo que menos quería hacer.
En lugar de eso iría al lago. No podría bañarse, pero si disfrutar de la tranquilidad que allí se respiraba.
A cada paso que daba el recuerdo de lo que acababa de vivir se hacía más intenso. Entonces, cayó en la cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin abrir su mano derecha. Estiró los dedos con calma, contemplando aquella maravillosa reliquia que ahora era suya. Con la intensa luz del sol, el brillo era infinitamente mayor.

*


               – Si no recuerdo mal, la última vez te equivocaste
  – Lo sé – suspiró –. Pero este sueño ha sido demasiado real.
  – Lo siento, no puedo creerte – El anciano atusó su blanquecina y larga barba con cariño – Recuerda lo que pasó hace dos años por creer en tus estúpidos sueños. ¿No has tenido demasiado?
  – Ese ha sido un golpe demasiado bajo, Señor –  La mujer dio media vuelta, mientras su cabello de color verdoso, que había recogido en un lazo, azotó su propia espalda debido al impulso.
Salió de allí con paso firme y enfadado. Cerró aún con más fuerza su mano izquierda, con la que sujetaba una espada de gran tamaño –. Por cierto, feliz cumpleaños – dijo mirando de reojo al hombre que dejaba tras ella.

  Se sentía furiosa. Desde lo ocurrido aquel dichoso verano, el resto de personas la trataba como a una traidora, aunque todos sabían que nunca había dejado de ser fiel a los suyos.
Sólo le quedaba una cosa por intentar, después demostraría a todos que esa vez estaba en lo cierto. Si fracasaba, no volvería jamás.

  Echó a correr hasta que llegó a su hogar. Una pequeña casa redonda, cuya fachada estaba plagada de enredaderas y plantas carnívoras de todos los colores.
Entró directa a su dormitorio. Abrió el viejo armario y sacó toda la ropa sin cuidado alguno. De debajo de la cama cogió una vieja bolsa de viaje. Del cuarto de baño, sus cosméticos de aseo.
Al pasar por la cocina acarició a Lucila, una gata persa de pelaje negro y ojos amarillos que había cogido especial cariño por la mujer. Podía pasar días enteros junto a ella, o desaparecer por largas temporadas hasta volver maullando en busca de cariño.
La joven mujer cogió un pedazo de pan y salió de la casa.
Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta con llave, a pesar de que pasaría una larga temporada fuera de casa, el tiempo que fuera necesaria para limpiar su nombre.
*


            18. Julio.2001



            La mañana siguiente al incidente en el bosque fue de lo más normal. Sin embargo no ocurrió lo mismo con la noche.
Normalmente todos solían irse a dormir tras la cena. Como mucho cantaban alguna canción, o contaban alguna historia pero nada que durase más de media hora.
Aquel día, sería una excepción.
Quedaban tres días para que el campamento tocara fin, y una de las maneras de ir despidiéndose unos de otros era la llamada noche del terror.
Era tradición salir al bosque y contar historias de miedo, caminar a oscuras entre los árboles y llevarse algún que otro susto.
Además, el que ese año el campamento fuera en Hollstarr, era otro incentivo para que el plan saliera perfecto ya que por la noche era un lugar de lo más tétrico.
A Yarah no le hacía especial ilusión, no le parecía entretenido pasar miedo. Había vivido situaciones de verdadero pánico en más de una ocasión a lo largo de su vida y lo que menos quería era divertirse a costa de tal sensación.

  La vez que más miedo pasó en toda su vida fue cinco años atrás.
Aquella, parecía una tarde normal de un día cualquiera. Ella era pequeña y jugaba con Aylin, una muñeca de trapo que pasaba de generación en generación por todas las mujeres de la familia.
Robert Aristizabal, el padre de la niña, entró el cuarto de ésta sin hacer ruido. Le resultaba fascinante contemplarla mientras ella jugaba.
La observó durante varios minutos hasta que carraspeó.
  – ¡Papá! – la niña se levantó del suelo de inmediato y corrió a abrazarle.
  – Hola, cariño
  – ¡Pensé que no despertarías nunca! – dijo abrazándole con más fuerza.
  Robert sonrió. Aquella semana tenía turno de noche en el hospital. Cuando eso pasaba la rutina se convertía en llegar a casa pasada la hora del desayuno, echarse a dormir después de la comida y despertar a media tarde para regresar al trabajo. Le resultaba agotador.
  Quería mucho a su hija. Era una niña fuerte y valiente, bastante madura para tener ocho años. Pero la mayoría de personas parecía no sentir lo mismo por la pequeña.
Él sufría cada vez que algún profesor llamaba por teléfono para informar del duro trato que los demás tenían con ella.  Por eso, harto de ver a su hija en tal situación decidió doblar turno en el trabajo, ganar más dinero y que los tres pudieran ir a vivir lejos de allí, a algún lugar donde Yarah pudiera ser feliz.

  Era un hombre alto y apuesto que apenas sobrepasaba los treinta años. El corto y rizado cabello, de un negro carbón, comenzaba a escasear por la zona de la frente.
Por el contrario sus impactantes ojos azules resaltaban sus marcados rasgos faciales.
  – Tengo que ir a trabajar, cariño – suspiró –. ¿Quieres bajar conmigo a la cocina y nos despedimos de mamá?
  Yarah asintió.
  – Toma papi – dijo tendiéndole a Aylin, su muñeca favorita –. Está enferma, creo que ha comido algo que no debía y tiene la tripita hinchada. ¿La llevarás al hospital y harás que se ponga buena?
  – Claro que sí – dijo cogiendo la muñeca con dulzura. Había algo extraño en la mirada de la niña –. ¿Ocurre algo?
  – No
  – Algo de lo que quieras hablar conmigo, quizá…
  – No…
  – Venga Yarah, dime que es lo que te pasa
  – Papá – dudaba, pero al final continuó –. Prométeme que siempre estarás conmigo…
  El padre titubeó. Aquella indefensa niña le necesitaba, y él a ella.
La amaba con locura, más que a su propia vida.
  – Por supuesto cariño. Siempre estaré a tu lado, pero dime, ¿Qué es lo pasa?
  – Nada, eso era todo – dijo con una sonrisa de oreja a oreja mientras salía de su habitación con paso casi divertido.

  El hombre salió de la casa tras dar un dulce beso a su mujer y otro a su hija, montó en el coche y desapareció entre la niebla.
  – Vamos Yarah, es la hora de cenar – dijo Alika cerrando la puerta tras ella.
Cenaron un sándwich de pollo con mantequilla y la niña se fue a dormir.
La mujer se sentó en el viejo sofá de cuero desgastado.
A pesar del buen oficio de su marido como médico en el hospital de Courrnerrs, y su propio empleo en la única panadería del pueblo, no ganaban tanto dinero como para permitirse comprar muebles en condiciones.
Encendió el viejo televisor en blanco y negro y se puso a hacer una bufanda de lana a pesar de que fuera verano.

  No era demasiado hermosa, pero poseía un encanto natural que le hacía ser envidiada y deseada por los demás.
Tenía el pelo corto, por la altura de los hombros. Era de un color rojizo, parecido al azafrán. Nunca lo peinaba, dejaba que sus rizos cayeran de manera natural.
Sus ojos de color miel, eran grandes y saltones, pero parecían encajados a la perfección en su rostro, poblado de diminutas pecas.

  Debían ser más de las doce de la noche cuando la mujer despertó despavorida. Se había quedado dormida mientras veía un documental de animales salvajes.
Se frotó los ojos con suavidad y se puso en pie. Tras recoger el salón apagó la tele y salió al pasillo.
  Soltó un grito ahogado. En las escaleras que llevaban al segundo piso, sentada con la cabeza entre las piernas y sollozando estaba su hija.
Alika se acababa de llevar un susto de muerte.
Se acercó a la niña para sentarse a su lado y abrazarla con ternura.
  – ¿Qué te pasa cariño?
La niña no respondió.
  – ¿Has tenido otra de tus pesadillas?
Asintió.
  – No tengas miedo, solo son sueños –la apretó con fuerza contra su pecho –. ¿Llevas mucho tiempo aquí sentada?
Asintió.
  – ¿Y por qué no me has despertado?
La niña levantó la cabeza despacio. Tenía la cara congestionada de tanto llorar.
  – ¿Dónde está papá?
  – En el hospital, como siempre – respondió con el ceño fruncido.
  – ¿Dónde?
  – Cariño sabes de sobra que está trabajando
  – No mamá, hoy no – dejó caer un par de lágrimas sobre su pierna.
Alika la miró extrañada.
  – Yarah, ¿Se puede saber que es lo que pasa?
  – Papá no va a volver
  – ¡Yarah! – gritó exaltada –. No digas esas cosas. Claro que volverá, después del desayuno, como siempre
  – No mamá, hoy no
  – Ya está bien, sube a tu cuarto – Dijo en el tono más calmado posible. Sintió miedo al escuchar aquellas palabras, no entendía el comportamiento de la niña.
Yarah, obediente se puso en pie y subió los peldaños con pies de plomo. Pero al llegar al final de las escaleras alguien llamó a la puerta principal con impaciencia.
Ambas se miraron reflejando temor en sus rostros. La niña bajó de nuevo las escaleras y agarró con fuerza el brazo de su madre.
Llamaron por segunda vez.
Alika abrió la puerta con manos temblorosas.
  – Matts… ¿Qué haces aquí? – preguntó la mujer casi susurrando.
Matts Buttom era el sheriff del pueblo, fiel amigo de la familia Aristizabal desde tiempos inmemorables.
  – Buenas noches Alika… – tragó saliva, aquello era demasiado duro para él. Se agachó y dirigió una mirada de súplica a la niña –. Pequeña, ¿Por qué no subes a tu habitación?
Pero Yarah no movió un solo músculo de su cuerpo, tan solo miraba a Matts.
Alika la abrazó con fuerza y arrancó a llorar, acababa de entender por que su pequeña lloraba segundos antes en la escalera.
El hombre intentó tranquilizarla, pero resultó ser más difícil de lo esperado.

  Robert conducía hacia el hospital situado a unos diez kilómetros de su casa, cuando un hombre que conducía bajo los efectos del alcohol invadió el carril contrario.
Fue un choque directo, un impacto brutal.
Matts Buttom fue el primero en llegar al lugar, antes incluso que la ambulancia.
Robert permanecía atrapado dentro del coche, no respiraba, pero aún tenía pulso.
El sherrif pensó en llamar a la familia de inmediato, pero conocía a Robert.
Era un hombre fuerte, no moriría por eso. Se recuperaría, y en cuanto lo hiciera, Matts correría hacia la cabina más cercana y llamaría a casa de los Aristizabal.
Si llamaba en ese momento solo conseguiría preocupar a Alika.

  Pero por desgracia, se equivocaba.
Robert murió tres horas después.
Matts montó en el coche patrulla y condujo hasta la casa de su amigo recién fallecido sin antes asimilar lo que acababa de ocurrir.

  Fue un duro golpe para Alika, pero aún más para Yarah.
Después de aquello, nunca volvieron a mencionar nada acerca del sueño que la pequeña había tenido aquella noche, donde única y exclusivamente había visto a su padre muerto, sin respirar. Sin vida.



Tras la cena, los monitores se reunieron en círculo en el centro del comedor.
    – Chicos, por fin llegó la noche que tanto tiempo llevábamos esperando – el primero en hablar fue Bull, el monitor más veterano de todos.
No tendría más de cincuenta años, pero parecía un chaval. Era completamente calvo, y de piel negra. Su complexión atlética le hacía parecer un boxeador experimentado.
Bull no era su verdadero nombre, pero nadie parecía saber cual era en realidad.
Continuó hablando.
  – Empezaremos organizando los grupos, después cada monitor os irá explicando en que consiste
Los niños se alborotaron. Se sentían emocionados con ese tipo de cosas.
  Maillon, Steffano y Eirian se miraron entre ellos con sonrisa cómplice en los labios.
  – Habrá seis grupos formados por cinco de vosotros en cada uno. Habrá un monitor por grupo. Memos el último, que contará con una persona menos…
  – ¡Primer grupo! – gritó Monik sin dejar terminar de hablar a Bull. Era una chica morena poco agraciada, la más joven de los monitores –. Roxanne Filiph, Maillon Runch, Kim Sallers, Hug Went y Hellen Alson, iréis conmigo. ¡Segundo grupo!...

  Yarah deseó que no dijeran su nombre, que se hubieran olvidado de ella como solía pasar siempre y así poder irse a descansar tranquilamente.
  – ¡Último grupo! Eirian Straw, Yeika Zellst, Abbie Gregor y Yarah Aristizabal. Y a vosotros os acompañará…. Thomas
  La niña chasqueó la lengua. Thomas era el único que se salvaba para ella de ese grupo.
Abbie no era mala chica, pero su falta de autoestima y personalidad le hacía creerse mejor de lo que era delante de los demás, y si ello significaba humillar o torturar a Yarah, lo haría.
  Thomas se acercó a ella con paso lento. Eirian le seguía.
  – Como le estaba comentando ahora mismo a tu compañero – dijo haciendo alusión al chico de ojos verdes –. Ocho de vuestros compañeros han caído enfermos esta noche, entre ellos Abbie y Yeika. Tendrán que quedarse en manos de Georgina, la cocinera. Así que como podéis imaginar nuestro grupo ya está completo.

  Cuando Yarah quiso abrir la boca para agarrarse a la falsa excusa de que se encontraba tan enferma como los demás, Thomas ya tiraba de ellos en dirección al bosque.

1 comentario:

  1. Escribes bien quizas te falte un poco definir tu estilo en esta novela pero le veo un futuro si te pulieras mas y fueras un poco mas cuidadosa con los deralles de la historia solo esta empezando pero esperare ansiosa los sihuientes capitulos.Att: Miharu*

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