1. Nadando con la muerte.
Pestañeó con pesadez mientras contemplaba la imagen
que aquel ajado espejo le ofrecía casi a diario. Su mirada se hallaba en otro
mundo, aquellos ojos de un precioso tono azul verdoso parecían estar en otra
dimensión.
Abrió el
pardusco cajón de la mesilla y sacó con cuidado un viejo cepillo de plata. Era
uno de los pocos recuerdos que tenía de su ya fallecida abuela. Lo pasó con
delicadeza por su largo y castaño cabello mientras una lágrima rodaba por su
rosada mejilla.
Aquella
pesadilla había sido la peor de su vida, con diferencia. Un escalofrío recorrió
su espina dorsal al recordarlo. Su madre, Alika, era devorada por unas extrañas
criaturas y ella no podía hacer nada por salvarle la vida. Por suerte, no era
más que un sueño, aunque de lo más real y aterrador. Estaba tan absorta en el
recuerdo que no se percató de que la protagonista de la pesadilla acababa de
entrar en la habitación.
–
Buenos días cariño – Alika dio un tierno beso en la frente de su hija, y fue
entonces cuando la niña volvió al mundo real.
–
Buenos días mamá – dijo tras abrazarla y respirar bien profundo el aroma que su
cabello color azafrán desprendía. Un olor afrutado, sutil y penetrante. Ese
aroma acompañó a la niña desde que su memoria podía recordar.
–
Vas a llegar tarde a clase, Yarah – su voz, dulce y armoniosa, era más delicada
que la propia mujer. Tras pronunciar aquellas palabras sonrió a su hija con
ternura y salió de la habitación con paso tranquilo y sosegado.
Yarah
Aristizabal contaba doce primaveras por aquel entonces. Durante su cruel
infancia no había sido más que la niña marginada de Courrners, su pueblo.
Cada
mañana, al cruzar la puerta de su casa, el miedo se adueñaba de sus cinco
sentidos al imaginar lo que podría depararle un nuevo día. Subsistía con el
miedo de vivir un día más. Desde que su corta memoria podía alcanzar, había
sido la niña de la que el resto se reía, a la que el resto maltrataba o a la
que el resto utilizaba. Había perdido la cuenta de todas las veces que la
habían pegado, pero más aún de la cantidad de insultos que llevaba cargados a
su espalda.
No sabía lo que era jugar con otro niño, ni lo que era
ser aceptada por el resto. Por suerte, su madre, la educó lo mejor posible
resultando ser una niña con un corazón enorme y lleno de bondad.
El papel que la vida le había otorgado en el mundo, se
debía tanto física como espiritualmente a su diferencia frente al resto de
personas. Sus facciones, eran demasiado distintas en comparación a las de
cualquier individuo del pueblo. También su voz y su olor, pero sobre todo su
manera de pensar, su modo de ver las cosas de una forma diferente a la del
resto de humanos, e incluso ciertos comportamientos anómalos, casi imposibles
para cualquier mortal.
Por desgracia, contaba con una mano las veces que había
salido de Courrners, por lo que no conocía a nadie que pudiera ser, por decirlo
de alguna manera, su alma gemela. Ni siquiera nadie se le parecía lo más
mínimo.
En el pueblo no había más de cien niños,
pero gran parte de ellos iban a Sant Hillent, el único centro de estudios del
lugar. Era un edificio antiguo y deteriorado. Sus agrietadas paredes color miel
rebosaban suciedad. Era pequeño, no más de siete aulas sin contar el comedor y
la minúscula biblioteca, pero aún así, para Yarah, era la mayor cárcel del
mundo.
Cuando la niña cruzó la negra puerta de hierro forjado
que separaba los límites de su “libertad”, llenó sus pulmones de aire y contuvo
la respiración el tiempo que pudo. Aquello le relajaba. Una vez soltó el aire,
caminó deprisa hacia la puerta principal. Escuchó varias risas tontas tras
ella, era la rutina de las chicas más populares de Courrners.
Entró en su aula. Tal y como predijo su madre, llegó
tarde.
La señorita Lohan acababa de sentarse en su cómoda silla acolchada.
– Llegas tarde Yarah – dijo con su marcado acento inglés.
Apenas sobrepasaba los treinta años, pero su corto pelo del color del trigo la
hacía parecer mayor. Era bajita y rechoncha, pero bastante guapa. Era la
profesora que mejor trato tenía con la niña.
– Lo siento señorita – apenas levantó la cabeza al
hablar. Se sentó en su pupitre. La madera apenas tenía color ya que allá donde
mirara, leía algún insulto grabado en sus vetas, todos dedicados a ella.
– Ayer vi al bicho raro comerse una rata muerta – dijo
Maillon Runch a pleno pulmón, para que todos lo escucharan. Como de costumbre,
los alumnos estallaron en carcajadas.
Era el matón del colegio. Era alto, demasiado para un
niño de su edad. Además pesaba unos cuantos kilos más de la cuenta. Siempre
llevaba su oscuro y escaso pelo sucio, y la cara grasienta y llena de granos.
Olía a rancio, y parecía no haber usado un cepillo de dientes en su vida. A
pesar de eso, el resto de niños hacían lo que fuera por tener su aprobación,
nadie querría llevarse mal con el grandullón.
Sus mejores amigos eran Steffano Miocelli y Eirian Straw.
Steffano llegó al pueblo tres años atrás. Procedía de un
pueblecito perdido de la mano de Dios al sur de Italia. Esa era la segunda vez
que repetía curso, por lo que era el mayor de la clase. Siempre recogía su
largo y rubio cabello en una coleta. Sus ojos eran marrones, muy comunes. De
los tres amigos, era el de menor estatura.
Eirian llegó al pueblo unos años antes que su amigo
italiano. Según las chicas de Courrners, era el chico más guapo del pueblo. Su
pelo castaño y alborotado tenía un brillo intenso y profundo. Era moreno de
piel, una piel perfecta, lisa y aterciopelada. Sus ojos lucían un verde
esmeralda único. Nadie había visto jamás un color parecido. Su dentadura y su
sonrisa eran perfectas.
A pesar de ser uno de los tres chicos más populares y
temidos del pueblo, parecía vivir en su propio mundo. Apenas hablaba con nadie,
y si lo hacía eran palabras contadas. No solía ofender a la gente para sentirse
mejor, a diferencia de sus dos mejores amigos. Rara era la vez que alguien le
veía reír.
Por sorprendente que pudiera parecer, tratándose de uno
de los tres integrantes del grupo más conocido, respetado y déspota del lugar;
era una de las personas que menos había humillado a Yarah Aristizabal.
– Lo mejor de todo es que guardó los huesos para que su madre le hiciera un
pastel de postre – Steffano intentó mejorar la mofa de su amigo. Los dos rieron
al compás de una docena de risas más.
Ella suspiró y miró su cuaderno. En las horas que le
quedaban de clase sería mejor no volver a levantar la mirada si no quería
sufrir.
– ¡Ya está bien! – La señorita Lohan tuvo que levantar la
voz para que los alumnos la escuchasen –. Si continuáis comportándoos de ese
modo, ninguno de vosotros iréis este verano al campamento – dijo enfadada y
abrió su libro por una página al azar mientras se escuchaba un coro simultáneo
de quejas.
Yarah apretó su puño con fuerza. Se moría de ganas por ir
al dichoso campamento. Ese año se haría en un lugar maravilloso. Se trataba de
un pequeño pueblo llamado Hollstar, situado en las extraordinarias montañas del
este de Austria.
En las imágenes que había buscado por internet se veía un
precioso lago de aguas turquesinas y tranquilas, rodeado por unas enormes
montañas rocosas, de esas que te dejan sin aliento. El pueblo se veía
tranquilo, apacible, inexplorado… Ideal para alguien como ella.
Cuando hablaron por primera vez del campamento ni
siquiera prestó atención, pero tras la insistencia de la señorita Lohan en lo
valiosa que era la oportunidad, le entró una pizca curiosidad y al llegar a
casa decidió encender su ordenador e investigar un poco. Pero su reacción fue
inesperada, las fotografías de aquel pueblo despertaron en ella un sentimiento
totalmente desconocido. Sentía un ferviente deseo de partir de inmediato a
aquel lugar, de bañarse en las aguas de aquel magnífico lago, de caminar sin
detenerse por el empedrado suelo de sus calles, de respirar el aire puro que
azotaba las copas de los árboles, de quedarse allí para siempre…
Ese fue el primer día que sintió necesidad de apuntarse
al viaje.
Pero como de costumbre, no todo podía ser tan fácil. Aquella decisión
supondría sufrimiento. Sería demasiado tiempo rodeada de las personas que más
odiaba en el mundo entero, muchos días soportando humillaciones constantes
durante más horas de las que estaba acostumbrada. Supondría ser valiente como
nunca antes había sido. Suponía enfrentarse a sus peores miedos como nunca
antes había hecho.
Pero algo en su interior le pedía a gritos que lo hiciera, una especie de
premonición por llamarlo de alguna manera.
Quedaba algo menos de un mes para que finalizase el plazo
de matrícula. Había decidido que se apuntaría en el mismo instante en que
recibiera una señal de que hacerlo sería correcto, pero hasta el momento las
únicas que recibía la avisaban de que cuanto más lejos estuviera de sus
compañeros, más segura estaría.
Suspiró, sacó de su mochila el viejo bloc naranja, y su
raído lapicero. Se acomodó en la silla y trazó una fina raya en el papel,
después sus manos hicieron el resto.
Cuando sonó el timbre que indicaba que la primera hora de clase había
finalizado, la niña había retratado a la perfección el lago de
Hollstar.
Dibujar era lo mejor que podía hacer en clase. Le ayudaba
a evadirse del resto y así poder ignorar todo aquello que le hacía daño.
Las dos horas siguientes pasaron rápido. En ellas hizo
cuatro dibujos más.
En el tiempo de recreo se alejaba a los jardines de las
instalaciones, donde continuaba con su hobbie.
Siempre se sentaba en el mismo rincón, bajo la sombra de un árbol
centenario apartada del resto de niños.
Allí, por lo general solían dejarla tranquila, pero no
siempre, como ocurrió aquel día.
Estaba absorta en sus dibujos cuando un balón golpeó con fuerza su cabeza.
– Mofeta, devuélvenoslo – gritó Maillon a lo lejos.
La niña se puso en pie mareada. Se acercó al balón y le
dio una patada con desgana. El balón a penas se movió un metro, y entonces,
tras una sonora explosión, pedazos de caucho blanco y negro saltaron por los
aires.
Del susto cayó al suelo. Tenía el rostro desencajado y había palidecido.
Escuchó cientos de risas procedentes de todas partes del colegio.
Le resultaba repulsivo el punto al que podían ser capaces de llegar con tal
de reírse de ella. Si en lugar de darle una patada, se le hubiera ocurrido
coger la pelota con las manos, el explosivo le habría mandado directa al
hospital.
Se sentía furiosa. Recogió su cuaderno del suelo con rabia y se dispuso a
salir de allí, sin pensar siquiera donde, solo quería desaparecer.
Pero según dio el primer paso, una enorme mano le agarró del brazo con
fuerza. Levantó la mirada llena de rabia y miró a Maillon a los ojos,
desafiante, como nunca antes había hecho.
Lo que acababa de pasar era inconcebible.
– ¡Estáis locos! –
gritó alterada. Estaba fuera de sí. Nunca antes se había enfadado de aquella
manera. Podían haberla herido de gravedad –. ¡¿Cómo se os ocurre algo así?! –
Gritó histérica. Su corazón palpitaba a un ritmo abismal.
– ¿La pequeña rata callejera se ha meado encima? – Las
vulgares palabras de Maillon salieron de manera atropellada de su sucia boca.
Le excitaba haber conseguido que la niña entrase en juego de una vez por todas.
Siempre fue demasiado tonta a su parecer, por más que se burlaban de ella, la
insultaban, e incluso la pegaban, ella jamás se quejó. Aquello era nuevo para
él, un reto que zanjar de inmediato, nada ni nadie se interponía en su camino.
– Eres… – las palabras se estancaban en la boca de la
niña –. Eres… – No conseguía decir la palabra exacta; el rencor y la rabia se
habían apoderado de ella –. ¡Eres la persona más despreciable que he conocido jamás!
– gritó a pleno pulmón. Un sentimiento nuevo se adueñó de ella. Una extraña
mezcla entre satisfacción y orgullo mezclados a su vez con un miedo abrumador.
No había pensado las consecuencias que podría traer
aquella reacción, pero nunca se había sentido mejor.
Maillon rió con fuerza agarrando su enorme barriga con
ambas manos.
Miró satisfecho a sus séquitos y después se acercó a la niña hasta estar
frente a frente con ella. Pegó su rugosa y larga nariz a la de la niña,
perfecta y algo respingona.
– ¿Quién te has creído que eres para hablarme así,
mocosa? – Fue un susurro apenas inaudible, malévolo y suspicaz. Después, sonrió
tanto como sus labios le permitieron, enseñando su fea hilera de dientes
ennegrecidos.
Un miedo atroz se adueñó de Yarah. Nunca antes había
vivido una situación similar. Frente a cualquier ataque ella siempre había
agachado la cabeza aguantando cualquier ofensa. Pero aquella vez podrían
haberla matado, sentía impotencia. Ese había sido el culmen de su paciencia.
Sus piernas temblaban sin control, sentía como sus inquietas y frías manos
sudaban cada vez más y cómo, su estómago se retorcía hasta el punto de
obligarla a doblar el abdomen y aguantar las ganas de vomitar.
– Debes ser muy valiente. Enfrentarte a alguien como Maillon
tu sola, no lo hace cualquiera – dijo Steffano sonriendo tras
enfatizar su última palabra.
Él también llevaba demasiado tiempo deseando que ocurriese algo parecido;
ella enfadada como nunca, pero sola como siempre. El momento perfecto para
hundirla hasta el fondo en su desdicha y acrecentar el orgullo de los demás.
La niña miró a su alrededor. Todos le devolvían una
mirada llena de odio y asco. Observaba más de cincuenta sonrisas de
satisfacción rodeándola.
Estaba claro, aquel era su fin, y nadie estaba dispuesto a ayudarla.
– Explícale que pasa con la gente que no me respeta,
Steffano – La grave voz de Maillon retumbó en los oídos de Yarah.
– ¿Qué que pasa? – rió. – ¿Qué que pasa? Mejor te hago un
resumen – Se acercó a ella y sin apenas mover los labios dijo una
sola palabra. Una palabra que congeló aún más la sangre de la niña. La
pronunció de la manera más malvada frívola que pudo –. ¡Corre!
Dio media vuelta dispuesta a correr con todas sus fuerzas
a pesar de que era del todo consciente de lo que estaba pasando a su alrededor.
En el mismo instante en que movió la pierna derecha chochó contra algo duro
y rígido que la hizo caer al suelo.
Estaba desorientada, su cerebro parecía haber dejado de funcionar.
Miró hacia arriba y vio que aquello contra lo que había chocado era el
cuerpo del tercer chico, Eirian.
– Levanta – su imperturbable tono de voz ejercía un poder
inquebrantable sobre cualquiera que lo escuchase, como si resultase imposible
no cumplir sus órdenes.
La niña se rindió. Notó como se formaba un nudo en
su garganta. Los ojos le pesaban y era incapaz de aguantar las ganas de llorar.
Aquello era demasiado inverosímil. Dejó caer los brazos con resignación a
la altura de la cintura.
– No puedes ir lejos, asquerosa – Dijo Maillon
disfrutando cada vez más de aquel momento.
– No – contestó ella con sumisión.
– Entonces puedo hacer contigo lo que quiera – afirmó
eufórico mientras se frotaba las manos.
– Sí – Al pronunciar esa palabra, una cálida lágrima
resbaló por su rostro. Todo estaba perdido.
Sin duda el mayor miedo que se apoderaba de ella era el de no saber lo que
iba a pasar.
– No – Aquella palabra retumbó en los oídos de todos los
presentes. Sonó fuerte y decidida, como el rugido de un león.
En un primer momento nadie supo de quién provenía aquella osadía, parecía
la voz de un desconocido, y no lo hubieran adivinado jamás de no verle dar un
paso al frente.
Él agarró a la chica del brazo, no con intención de
hacerle daño, si no por increíble que pudiera parecer, con delicadeza y
dulzura. La sujetaba en señal de apoyo.
Los ojos azul verdoso de la niña miraron de soslayo a la
persona que sujetaba su brazo, era la única allí presente que aún no sabía
quien era su salvador. Abrió la boca de par en par y deseó no haberlo hecho.
Si hasta el momento no había sido capaz de entender lo que estaba pasando,
aquello acababa de ser la gota que colmaba el vaso de la incomprensión.
Desvió la mirada de nuevo hacia él, esta vez ambos se miraron fijamente a
los ojos. Después, Eirian miró a sus dos amigos de manera desafiante. Maillon y
Steffano no daban crédito a lo que estaba pasando.
– Eirian, ¡¿Qué haces?! – gritó Roxanne, la chica más
guapa, popular y malvada de Sant Hillent. Se puede decir, que si en lugar de
haber sido refinada, perfecta y creída, hubiera sido un chico bruto, guapo e
igual de malvado, habría sido el cuarto integrante de la pandilla de matones.
– Venga Eirian, vamos a divertirnos – Maillon parecía
nervioso. Una parte de él suplicaba que aquello fuera un truco de su amigo para
hacerlo todo aún más emocionante, pero otra, mucho más fuerte que la anterior
le gritaba que esa vez el chico se había puesto de parte de la sucia rata
callejera.
– Yo en tu lugar dejaría las cosas en su lugar,
grandullón – su voz parecía enfadada e infranqueable –. Siempre lo complicas
todo. Será mejor que la dejéis en paz, no os ha hecho nada
– ¡¿Qué estás diciendo?! – Estaba fuera de sus cabales.
Apretó los labios con fuerza, hasta hacerse daño –. ¡Suéltala! – Gritó antes de
empujar al suelo al chico de ojos verdes.
Maillon jugaba con ventaja, era más corpulento y por
tanto más fuerte que Eirian. Le propinó más de diez patadas en la cara, nada
comparado con los puñetazos en el resto del cuerpo. Los demás niños habían
hecho un círculo alrededor de la pelea y animaban con gritos de victoria al
claro ganador.
Todos menos Yarah, que miraba petrificada al chico que estaba tendido en el
suelo.
Cuando fue capaz de despertar de aquel estado de shock,
no lo pensó dos veces y corrió hacia él. Se tiró a su lado y deprisa comprobó
las pulsaciones del cuerpo inconsciente de Eirian.
– Levanta – susurró la niña con voz temblorosa,
casi suplicando. Abofeteó al chico, intentando que volviera en sí, pero no
consiguió reanimarlo hasta el tercer intento.
– Vete de aquí – fueron las primeras palabras que el
chico pronunció, ahogadas en su propia sangre.
– Vamos levanta – dijo jadeando mientras intentaba tirar
de él. Maillon no dudaría en volver a la carga si veía que su víctima había
despertado. Con suerte aún seguía regodeándose en los vítores de los alumnos.
– He dicho que te vayas. ¡Ahora!.
Ella no quería hacerlo, tenía que ponerle a salvo. En el
estado en que se encontraba no podría soportar ni la más mínima bofetada.
Debía ayudarle, quería hacerlo, pero la orden del chico la hizo salir
corriendo de allí. En el fondo, sabía que él estaría a salvo.
Corría a toda velocidad llena de una nueva sensación
que rozaba los límites de la euforia y las profundidades del miedo.
Aquello había sido asombroso. Por fin una persona había sido capaz de
ayudarla, de defenderla e incluso de transmitirle calma.
Aquel chico fue capaz de recibir una paliza por ayudarla.
Cuando notó que sus pies se hundían en la fina arena, se
descalzó sin cuidado alguno. Caminó por la orilla del mar dejándose llevar por
la calma que éste le transmitía. Después, sonrió de una manera que no recordaba
haber hecho nunca.
Por fin había conseguido la maldita señal que tanto tiempo llevaba
esperando; a la mañana siguiente entregaría la matrícula de inscripción para el
campamento.
17. Julio. 2001
–
¡Niña! ¡A que esperas, despierta!
Suspiró, una vez más volvía a despertar de sus sueños con
aquella irritante voz. La señora Cassano, era la peor monitora del campamento.
Su cabello era del color de la tierra mojada, y olía como tal. Sus ojos,
pequeños y juntos, parecían estar perdidos en algún lugar lejano bajo aquellas
enormes cejas, siempre fruncidas. Cada día vestía de verde, su color favorito,
pero parecía haberse quedado atrapada en una versión cutre de la moda
ochentera.
Pero sin duda alguna lo peor de todo era su voz, su escalofriante,
chillona, y repelente voz.
Yarah no fue capaz de cerrar los ojos de nuevo, aquella mujer
le había pegado tal susto que los tenía abiertos de par en par.
Rebuscó en su enorme mochila y sacó ropa limpia al azar. Recogió su
enmarañado cabello en una coleta y salió de su tienda de campaña de color añil.
El resto de niños, a diferencia de ella dormía, con al menos, dos personas
más pero el día que repartieron las tiendas, los monitores
decidieron que la de una sola plaza le vendría genial a la niña.
Se dirigía al comedor arrastrando los pies. Era
obligatorio asistir a las comidas, una vez allí era problema suyo si no quería
llenar su estómago.
La chica no tenía apetito alguno, le bastaba con imaginar el sabor de la
leche rancia y las tostadas con mermelada gelatinosa sin sabor que les daban
cada día, para perderlo del todo.
Ya habían pasado algo más de tres semanas desde su llegada a
Hollstar, pero como todas las mañanas, se sentó en la mesa más apartada, la que
generalmente se utilizaba para poner restos de comida.
Allí se sentía bien, se sentaba sola, apartada del resto y así nadie solía
molestarla.
Echaba de menos a su madre.
Recordó con ternura el día anterior de su partida al campamento,
exactamente, el día de su trece cumpleaños. A penas pudo pasar tiempo con su
madre, ya que pasaba el día trabajando. Aún así el poco rato que estuvieron
juntas fue maravilloso.
La niña sopló un par de viejas y desgastadas velas que Alika encontró al
fondo de un olvidado cajón. Desde que Robert, su marido, se marchó, no quiso
celebrar ningún tipo de fiesta, por lo que se deshizo de cualquier cosa que
sirviera para ello. Pero el día que su hija cumplió trece años, pensó que era
hora de intentar ser feliz de nuevo.
En ese mismo instante desvió la mirada, por alguna
extraña razón tenía el presentimiento de que alguien la había estado observando
mientras pensaba.
Se puso en pie, ya había terminado.
Salió de allí con paso firme pensando ir al lago, pero cayó en la cuenta de
que antes necesitaba una ducha.
Desde el momento en que la niña entró
por primera vez al pueblo, el día de su llegada a Hollstarr, se dio cuenta de
que había sido un acierto haberse arriesgado a ir en cuanto a la belleza del
pueblo se refería. Le parecía un lugar excepcional en el que se sentía bien,
aunque sólo fuera durante las horas libres, cuando podía disuadirse del resto.
En cierto modo tuvo más suerte que ellos, ya que los monitores tras observar la
situación, se reunieron con ella en privado ofreciéndole la oportunidad de
faltar a alguna actividad cada día intentando evitar así el sufrimiento de la
pequeña. Sin dudarlo ni un solo instante aceptó.
Eso ocurrió al quinto día de su llegada a Hollstar.
Sin embargo, antes de eso, concretamente el segundo día
de campamento, fue el peor y a la vez el mejor día hasta el momento.
Un poco antes de la hora de comer, Roxanne, en un intento de ser admirada
por el resto, intentó llevar a cabo un perverso plan.
Paseó por los alrededores del campamento junto a su mejor
amiga; Yeika Zellst. Ambas eran dos de las chicas más guapas de Sant
Hillent.
Roxanne Filiph parecía una muñeca de porcelana. Su rubia en interminable
melena le hacía ser aún más hermosa. Sin mencionar sus enormes ojos turquesa
enmarcados por unas pestañas negras como el carbón. Su piel era pálida, casi
traslúcida. Pero por muy bella que fuese por fuera, su personalidad era
horrible y rastrera.
Yeika, su mejor amiga, era igual o peor que ella. Hacía creer al resto que
era una chica tierna y reservada, para después traicionar en el momento menos
oportuno, de la manera más frívola y cruel. No era tan alta como su mejor
amiga, pero no menos hermosa. Siempre recogía su rojizo cabello en una trenza
que le llegaba a la altura de los hombros. Era morena de piel, por lo que sus
grisáceos ojos junto a sus carnosos labios de un rojo intenso harían de su
rostro la perfección, de no ser por la enorme cicatriz de más de tres
centímetros que ocupaba su pómulo derecho.
Aquella mañana, salieron a pasear con una caja debajo del
brazo.
– Yeika, esto es asqueroso – Dijo Roxanne mientras miraba
el suelo con ganas de vomitar.
– ¿Quieres perder puntos de popularidad? – respondió con
su melodiosa voz. – Rox, como dice mi madre, el que algo quiere, algo le cuesta
– Soltó una carcajada –. Aunque es la menos indicada para hablar, cada vez que
quiere algo es nuestra chacha la que lo hace.
– En serio Yeika, ¿Crees que es
necesario todo esto para reírnos de ella? – Arrugó el morro. – Es repugnante.
Quiero decir, la idea es genial, por algo se me ha ocurrido a mí, pero a ti se
te da mejor esto, yo mientras podría esperarte en el comedor…
La mirada asesina de Yeika hizo que reinara el silencio.
Entre las dos apartaron una enorme roca del camino. Debajo de ésta
aparecieron decenas de insectos correteando. Las niñas cerraron los ojos y a
tientas intentaron coger tantos como pudieron.
Media hora más tarde habían conseguido quince enormes gusanos, diez
hormigas, un ciempiés, cinco orugas, y siete escarabajos.
Llegaron al comedor antes que nadie para ofrecerse voluntarias a repartir
la comida. Sirvieron una especie de puré pastoso y verde en cada plato.
Cuando les tocó servir el de Yarah, vaciaron las cajas de zapatos en su
interior.
En ese mismo instante la niña cruzó la puerta del
comedor, tenía intención de ayudar en la cocina. Cuando vio el panorama se
sintió furiosa, y antes de ser víctima de cualquier confrontamiento decidió
salir corriendo de allí.
Corría sin rumbo, hasta que se dio cuenta de que acababa
de llegar al lago de la foto que meses atrás vio por internet. Verlo en persona
era aún más espectacular.
Aquella imagen que tenía frente a ella la dejaba sin aliento
Notó como su corazón palpitaba a toda velocidad. Miró a su alrededor y
respiró bien profundo. Olía a hierba y roca húmeda.
Por extraño que pudiera parecer, aquel sitio removía algo dentro de ella.
Sentía la necesidad de perderse en aquellas montañas, de pisar aquel suelo sin
detenerse jamás.
Sonrió, le gustaba bañarse en el mar, pero nunca antes
había nadado en un lago.
Se descalzó con cuidado y se desvistió hasta quedar en ropa interior, al
fin y al cabo no había visto a nadie por las proximidades.
Se metió poco a poco en el agua. Estaba fría, demasiado comparado con las
altas temperaturas del ambiente.
El lago era apacible y tranquilo, el agua parecía imperturbable.
Pasó tanto tiempo allí metida que su piel estaba
arrugada. Se había apoyado en una roca y allí pasó más de una hora, adormecida,
sin pensar absolutamente en nada.
Sonreía, se encontraba a gusto, más de lo que nunca antes había estado.
Fue en el mismo momento en el que comenzaba a quedarse
dormida, cuando abrió los ojos de par en par, asustada.
Más allá de las montañas, casi rozando el cielo, se escuchó una fuerte
explosión. Después todo volvió a la normalidad de inmediato.
La intriga pudo con ella y se dispuso a salir del agua para averiguar que
acababa de ocurrir, pero cuando estaba a punto de salir al exterior, escuchó
algo tras ella.
Era un sonido similar al del mar rompiendo contra las rocas de los
acantilados.
Dio media vuelta, y su sangre se congeló.
Una enorme ola, de más de diez metros de altura se
avecinaba hacia ella a gran velocidad. La atraparía en sus profundidades, y de
ser así, estaba muerta. Pero su tiempo de reacción era casi inexistente, por lo
que únicamente tuvo tiempo de cerrar los ojos y esperar que el destino hiciera
su trabajo.
Notó como la fuerza del agua la zambullía dentro del lago
con una rapidez abismal. Sus pulmones estaban a punto de explotar. Por su
cabeza no pasaba el más mínimo pensamiento. Soltó un grito inútil que quedó
ahogado entre burbujas de agua.
Después, notó como sus ojos se cerraban, despacio, muy despacio.
Entonces todo se volvió negro.
*
Lejos de allí, a miles y miles de kilómetros, una joven mujer de cabello
verdoso abrió los ojos de par en par sobresaltada. Había tenido un sueño
extraño, demasiado a decir verdad.
Bajó de la cama exaltada. Su corazón
latía demasiado fuerte y a toda velocidad, casi podía escuchar los latidos a
pesar de sus sonoros jadeos.
Notó un fuerte dolor en el estómago.
Estaba nerviosa. Tenía miedo. Llevaba tiempo esperando un momento como ese,
pero ahora que estaba pasando, no sabía cómo reaccionar.
Se llevó las manos a
la cabeza y fue a la cocina. Cogió con cuidado un viejo tarro de arcilla y
abrió la tapa con meticulosidad. Metió la mano dentro y cogió un puñado de
flores secas. Las echó en una cazuela y añadió agua con sus manos temblorosas.
Mientras el viejo fogón de la cocina
hacía su trabajo, ella daba vueltas sin parar alrededor de la mesa.
No podía dejar de
pensar en el sueño, ¡Había sido tan real!
¿Tendría algún significado, o era un
simple sueño producido por el ferviente deseo de soñarlo? ¿Se trataba de una
señal, o de una simple traición de su subconciencia?
No dejó de barajar posibles opciones
hasta que la infusión de flores salvajes estuvo lista. La echó en un vaso y la
bebió rápido, sin dejarla enfriar.
Después, volvió a la
cama. Aquellas flores la relajaban demasiado.
Se tumbó y apoyó la cabeza en la dura
almohada.
Suspiró profundo. Ya habría tiempo la
mañana siguiente de hablar con los demás.
*
Yarah corría hacía una luz. Era
cegadora, bastante potente, como las que utilizan los centros comerciales en
navidad, pero ésta de color blanco. Parpadeaba, como el intermitente de un
coche.
Todo pasaba rápido, y no sabía qué hacer.
En ciertos momentos notaba como su cuerpo se balanceaba de un lado a otro,
como si fuera a caer al suelo.
De inmediato, todo desapareció, pero las sensaciones se
hicieron más intensas. Ahora todo era oscuridad, pero podía escuchar aves
graznando a lo lejos, el viento azotando los árboles e incluso su propia
respiración.
Aquello le tranquilizó, aquellos sonidos eran la prueba de que estaba viva.
Agudizó su olfato. Olía de una manera un tanto peculiar, una mezcla entre
roca húmeda y óxido.
Notó su cuerpo empapado y frío, y al mismo tiempo un desagradable sabor a
sangre.
Un par de minutos después intentó abrir los ojos lentamente.
Al principio, la luz le cegaba, a pesar de que era casi
inexistente. Después de unos cuantos intentos, consiguió mirar a su alrededor.
Estaba en un lugar de lo más extraño. Se incorporó con cuidado, se sentía algo
mareada.
Inspeccionó aquel sitio con incertidumbre.
Quiso creer que se encontraba en una cueva o algo parecido pero no lograba
entender como había llegado hasta allí.
Dio vueltas en círculo durante algo más de diez minutos, hasta que al fin
encontró una especie de ventana en la alta pared de aquel extraño lugar,
situada a unos siete metros del suelo. Era por ese espacio por donde se
filtraba la luz del exterior, y al parece había comenzado a caer la noche.
Se le hizo un nudo en la garganta al deducir las horas que llevaba
inconsciente.
Palpó la áspera pared hasta que encontró una especie de
saliente, centímetros más arriba había otro y más arriba otro... Con suerte,
podría escalar hasta el ventanuco. Lo hizo con cuidado de no caer, el golpe
sería doloroso.
Jadeó al llegar arriba, pero por suerte aquella abertura
tenía espacio suficiente para poder sentarse sin peligro a caer.
Se asomó con cuidado al exterior.
No lo podía creer, se encontraba en el interior de una enorme montaña que
parecía no tener entrada alguna a la cueva.
Si entrecerraba los ojos podía ver, aunque con dificultad, la orilla del
lago.
Entonces, una imagen cruzó su mente a toda velocidad, creía saber cómo
salir de allí.
Bajó con cuidado del ventanuco, pero por el camino se
hizo cortes en sus desnudos brazos.
Una vez en tierra firme, se acercó a un oscuro rincón en el que no se le
ocurrió mirar antes pensando que no había nada. Se puso de rodillas y fue
palpando el suelo con cuidado.
– Eureka – pronunció aquellas palabras casi en un
susurro. Introdujo aún más la mano en aquella especie de charco, hasta que el
agua le llegó al hombro.
Introdujo una pierna en su interior y después
la otra.
No podía predecir la profundidad de aquella extraña masa de agua, por lo
que respiró bien profundo cogiendo tanto aire como sus pulmones le permitieron.
Se zambulló en su interior sin detenerse a pensarlo.
Abrió los ojos bajo el agua, pero apenas veía nada.
Se había metido en una especie de charco sin fondo.
Cuando estaba a punto de rendirse, palpó una salida a su derecha.
Nadó con fuerza, la luz que se filtraba del exterior le
permitió ver una superficie clara, aunque bastante alejada de ella.
Siempre había sido buena nadadora, una de las mejores de Courrners, por lo
que sus pulmones eran capaces de aguantar casi dos minutos sin aire.
Se impulsó con fuerza y logró sacar la cabeza del agua.
Cogió una enorme y sonora bocanada. Un par de segundos más y habría perdido
el conocimiento.
Cuando logró recuperarse, nadó hasta la orilla del lago.
Ya era de noche, pero agradeció salir del agua, la ligera brisa de aire
caliente le ayudó a entrar en calor.
Cuando dejó de temblar se vistió y echó a correr hacia el campamento.
La aventura de ese día había sido arriesgada, pero sin
duda merecía la pena.
A partir de ese día, pasaba la mayor parte del tiempo en la
cueva. Se zambullía en sus ya tranquilas aguas y nadaba unos cuantos metros en
dirección a la ladera de la segunda montaña más alta. Una vez allí buscaba un
pequeño y raquítico arbusto de hojas moradas. Entonces, respiraba bien profundo
y se sumergía palpando la pared hasta encontrar, varios metros más abajo, una
apertura secreta.
La entrada a un lugar
que solo ella conocía.
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