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domingo, 23 de marzo de 2014

Capítulo 3. El intruso. - (Tiempo de soñar)

Capítulo 3. El intruso.





            Eran las cinco de la tarde. Encendí el televisor y me dejé caer en el viejo sofá.
Solo llevaba tres días sin trabajo y no podía controlar mi aburrimiento. Podría haberme puesto a estudiar, pero necesitaba tiempo para acostumbrarme al nuevo cambio y los libros no eran la mejor opción.
Pulsaba los botones del mando a distancia sin prestar atención a los canales televisivos que pasaban uno tras otro con ritmo constante.
Subí los pies encima de la mesita de café. Si mi madre hubiese estado allí en ese momento se habría vuelto loca al verme.
Media hora después fui a la cocina sin gana alguna. Abrí el frigorífico buscando algo que comer y terminé por coger una lata de Coca-Cola ®.
Me dirigía de vuelta al salón cuando reparé en el viejo calendario de propaganda que estaba colgado de la nevera. Ya estábamos en mayo, pero nadie había pasado las hojas desde febrero.
Arranqué sin cuidado las dos páginas que ya formaban parte del pasado y miré disgustado el día en el que estábamos. Me sentí estúpido por pensarlo, pero al mismo tiempo sentía necesidad de hacerlo.
Cogí el teléfono del salón y marqué un número de memoria. Un tono. Dos. Tres. Cuatro… Si al quinto tono nadie contestaba no insistiría más, de hecho comenzaba a arrepentirme de lo que estaba haciendo.
Quinto tono.

  – ¿Si? – Aquella simple pregunta monosilábica no pareció más que un gruñido seco y lejano. A penas se entendía, y escondía tras de sí una voz perdida y deteriorada.

Me alejé el teléfono de la oreja, sería mejor cortar la llamada cuanto antes.

  – ¿Si? – la persona que sostenía el teléfono al otro lado de la línea levantó un poco la voz –. ¿Quién llama? – Parecía asustado – Luck, ¿Eres tú?

  Colgué sin dudarlo un segundo. Me golpeé la frente con la palma de la mano. No tenía que haberle llamado, ¿En qué diablos estaba pensando al hacerlo?
Sin ni siquiera apagar la televisión me cambié de ropa y salí apresurado a la calle. Me sentía mareado, necesitaba aire fresco con urgencia.
Paseé por las calles de la ciudad vagando sin rumbo hasta que llegó la hora de cenar. Cuando llegué a casa mi madre esperaba sentada en la mesa de la cocina.

  – Lucas, tenemos que hablar – pronunció aquellas palabras sin levantar la mirada de la mesa.

  ¿Por qué le había dado a todo el mundo por hablar conmigo? ¿Nadie entendía lo turbadora que resultaba aquella frase?
Me senté frente a ella intentando mostrar indiferencia. La tristeza que resplandecía en su mirada no ofrecía nada bueno. Agarré sus manos entre las mías, transmitiéndole así mi calor, mi energía, mi fuerza.

  – Si te vas a casar yo paso de entrar a la iglesia– dije guiñándole un ojo. Al menos conseguí hacerla reír.

  – Cielo, tengo que decirte algo que me resulta un poco complicado.

  – Cuanto antes lo digas, mejor – Nada podría ser peor que el despido del otro día.

  – ¿Prometes no enfadarte conmigo? – estaba empezando a asustarme, parecía realmente preocupada.

  – Mamá, suéltalo ya

  – Lucas… – tomó una gran bocanada de aire –. Tenemos que mudarnos

  – ¡¿Qué?! – me puse en pie de un salto.

  –  No te preocupes cariño – se acercó a mí. Intentó en vano agarrarme la mano con afán tranquilizador–. No iremos demasiado lejos – intentó quitarle importancia al asunto, pero yo apenas la escuchaba.

  – ¿Dónde? – me sentía furioso, engañado, resignado...

    A un pueblo cercano, menos de una hora de aquí

  – ¿Por qué? – la miré buscando una explicación razonable.

  – ¡Te han despedido Lucas! – gritó. No era la clase de mujer que gritaba por cualquier motivo. De hecho rara era la vez que lo hacía, y cuando ocurría era porque algo dentro de ella estaba machacando sus entrañas – ¡Con un solo sueldo no podemos mantenernos y el mes que viene nos subirán el alquiler!

  – Pero… ¿Y tú como vendrás a trabajar?  – Intentaba buscar una solución de manera desenfrenada, cualquier mínima excusa por la que mi madre cambiase rápido de opinión – ¡Un autobús sale demasiado caro!

  – Marisa, una de mis compañeras de trabajo vive a tan solo diez kilómetros de nuestra nueva casa. Por las mañanas madrugaré un poco más y ella me traerá hasta aquí. Se ha ofrecido voluntaria a hacerlo, conoce nuestra situación y… – intentó hablarme con calma, pero no podía hacerlo. Su voz se quebró y se echó a llorar

  – ¡Pero y yo qué mamá! ¿Cómo vendré a clase? ¿Y mis amigos?

  – Nos iremos cuando acabes el curso. Solo queda un mes para eso. Si después quieres seguir estudiando ya veremos cómo harás. Puedes venir siempre que quieras, hay autobuses que vienen directos, y ellos podrán ir allí cuando quieran

  – Pero ¿Y si yo no quiero irme? – cada vez me sentía más furioso, no iba a darme por vencido. Dejar a mis mejores amigos y no poder verles todos los días como estaba acostumbrado. Sería mucho más difícil coincidir con Chili. No poder pasear por las calles que tanto me gustaban. Dejar la casa en la que había vivido tantos años… Me estaba pidiendo cambiar de vida, cambiar demasiadas cosas de mi existencia.

  – Yo me iré Lucas – su postura era firme y decidida.

  – ¿Cuándo te irás? – estaba muy enfadado con ella.

  – Ya te lo he dicho, en un mes. He hablado con el casero y como no estaremos todos los días del mes nos cobrará como hasta ahora

  – Pues espero que seas muy feliz, Camila – y dicho eso di media vuelta dirigiéndome a la puerta por la que acababa de entrar hacía apenas unos minutos, aquella noche dormiría fuera.

  – Lucas – me llamó sin voz cuando estaba a punto de cerrar la puerta tras de mí –. No voy a obligarte a venir conmigo. Lo único que te pido es que no me hagas esto más difícil aún

  La miré con odio y di un portazo estrellando sus palabras contra la fría madera de la puerta. Me había equivocado, si que había algo peor que ser despedido.




  Era una noche fía. El vapor se recogía en las ventanas de las casas que aún tenían la luz encendida. Encogí los hombros y comencé a caminar con una dirección en concreto.
Cuando llegué a la puerta de hierro, saqué mi teléfono móvil del bolsillo. Con dedos temblorosos marqué su número de teléfono. Contestó al tercer tono.

  – ¿Luck? – Sonaba frágil y apagada, pero aun así tan tranquilizadora como siempre.

  – ¿Estás en casa?

  – Me había quedado dormida en el sofá. Sube, si quieres – y dicho esto sonó un pitido por el portero automático. El portal estaba abierto.

Subí las escaleras de dos en dos, aún furioso y con mil dudas en mi interior. No era la primera vez que subía a esa casa.
Cuando llegué al quinto piso miré a la derecha. Allí estaba ella, Chili, apoyada en el marco de la puerta tapando su cuerpo con una camiseta blanca unas cuantas tayas por encima de la suya.

  – ¿Qué ha pasado? – se frotó sus negros ojos antes de que un rubio mechón resbalase por su frente.

  No contesté, la agarré por la cintura y comencé a besarla desenfrenadamente. La levanté, cogiéndola en brazos. Ella enlazó sus piernas desnudas a mis caderas y continuamos besándonos como si no hubiese un nuevo día. Ella no sabía que pasaba, yo no quería hablar de eso en aquel instante.
La llevé a la habitación y la dejé caer de manera salvaje sobre la cama ya desecha.
Le quité la camiseta, y ella a mí toda la ropa. El resto os lo podréis imaginar.



  Encendí un cigarro y la estreché contra mí. Ambos envueltos por una sábana amarilla contemplábamos las estrellas desde su enorme balcón con vistas al mar.
Apenas habíamos hablado desde que había llegado a su casa, y de eso hacía dos horas.
Decidí que ya iba siendo el momento de soltar la bomba.

  – Chili, me voy

  – ¿Ya? – me miró extrañada –. Pensé que te quedarías un rato más

La miré a los ojos. La echaría de menos.

  – Me voy de la ciudad – miré el mar. Infinito y desconocido. Quise perderme en sus olas, gritar en lo más profundo del océano sin que nadie pudiese escuchar mi voz. Desahogarme y chillar a la nada que yo no era la persona por la que el resto me tomaban, era débil, tenía miedos, no era de piedra.

  – Venga, dime donde está la broma – no era una pregunta y en su rostro asomaba una esperanzadora sonrisa.

  – No estoy mintiendo – la abracé con fuerza contra mi pecho, sintiendo sus pulsaciones aceleradas en mi propia piel –. Vendré a verte de vez en cuando

  – Pero… ¿Por qué? – comenzaba a ponerse nerviosa.

   – Hoy no – le sonreí, intentando tranquilizarla – ya hablaremos de eso más adelante, ahora vayamos a dormir

Parecía no dar crédito a mis palabras. Era la primera vez que me quedaba a dormir con ella. Era la primera vez que me presentaba en su casa sin que me hubiese invitado a ir. Era la primera vez que la abrazaba de aquella forma.
Pero aun así no dijo nada, temerosa de estropear aquel maravilloso y a la vez triste momento.
Lo que no sabíamos ninguno de los dos era que aquella sería la última vez que nos veríamos en nuestra ciudad.




***


           
El tiempo pasó demasiado deprisa y sin apenas darme cuenta el curso había acabado. Había llegado la hora de cambiar de vida.
Había estado un tiempo sin hablar con mi madre, pero después todo volvió a la normalidad, al fin y al cabo ella era mi chica y no permitiría que se fuera sin mí.
Aquella era mi última noche allí, a la mañana siguiente nos marcharíamos a nuestro nuevo hogar así que como buenos amigos Aaron, Rita y Greg me habían preparado una fiesta de despedida por todo lo alto. Chicas guapas, alcohol y todo lo que cada uno deseara durante toda la noche para que, según ellos, no olvidase las cosas buenas de la ciudad. Les prometí que intentaría visitarles siempre que pudiera.

  Bebí demasiado aquella noche, tanto que apenas recuerdo la mitad de las cosas que ocurrieron. Cuando me quise dar cuenta estaba sentado junto a mi madre en uno de esos viejos autobuses que viajan por los pueblos.

  – ¿Estás segura de que la casa está bien? – le pregunté por tercera vez.

  – Ya te he dicho que sí – miró el paisaje por la ventanilla. Le gustaba viajar y por desgracia solo había podido hacerlo en contadas ocasiones y siempre huyendo de su vida –. Lleva deshabitada unos cuantos años, pero estará perfecta

  – Eso no me lo habías dicho. ¿Cuántos? – enarqué una ceja –. ¿Cuántos años exactamente?

  – Pocos… No más de treinta

Solté un silbido que cuestionaba las palabras de mi madre.

  – Pretenderás que te ayude a limpiar… – lo dije sin ninguna malicia, simple curiosidad.

  – Por descontado

  – Ni hablar

  – Eso ya lo veremos – aunque intentó disimular, no pudo evitar soltar una pequeña pero divertida sonrisa. Se la veía contenta, ilusionada, no como a mí que estaba triste, y apagado. Ella sin embargo quería disfrutar de aquel cambio de vida, tanto incluso que había cogido dos semanas de vacaciones–. Ribadesella, ¡Allá vamos!

  Estallé en carcajadas, mi madre acababa de actuar como una adolescente alocada.
El autobús nos dejó a las afueras, lo cual era una suerte para nosotros ya que nuestra nueva casa también estaba situada en el extrarradio del pueblo.
Caminamos durante varios minutos con todas nuestras pertenencias a cuestas.
Cuando llegamos, lo único que se veía era una enorme verja negra recubierta de mugre, musgo y demasiadas ramas secas.
Mi madre sacó una llave del tamaño de su mano y yo no pude evitar reírme.

  – ¿Qué coño es esto? –Dije riéndome – ¿La mansión de los Addams?

  – Habla bien – dijo antes de darme una colleja.

Entre los dos empujamos la pesada portezuela de hierro. He de reconocer que fue una situación bastante divertida. Parecía una escena sacada de una película de terror, pero al mismo tiempo era de lo más ridículo comenzar a vivir en una casa como aquella en pleno año 2012.
Caminamos por un largo camino empedrado.
Miré hacia afuera, entre la maleza y los altos muros, nadie del exterior podría vernos. Mucho mejor así.
La casa era más grande de lo que imaginaba.  Las viejas paredes del exterior, ennegrecidas por los años y por las intensas lluvias, escondían algo tras ellas, algo que en el momento en que contemplaba la fachada por primera vez, jamás hubiera podido imaginar.

  – He decidido, que tú te encargarás del jardín – dije sin dilación. La casa parecía menos laboriosa y así podría librarme de tanto trabajo.

  Con otra llave del mismo tamaño que la anterior, incluso puede que algo más grande, mi madre abrió la enorme cerradura casi oxidada de la puerta que nos separaba del interior de nuestra nueva vivienda. La empujó con fuerza. Las bisagras estaban algo oxidadas. Una vez dentro mis ojos se abrieron como platos y mi boca se quedó inmóvil formando una ridícula “O”.

  – Como quieras – dijo sonriendo de oreja a oreja, con una mezcla entre picardía, alivio y satisfacción. La casa por dentro estaba hecha un desastre, aparte de ser tres veces más grande de lo que aparentaba su exterior. Telas de araña del mismo tamaño que yo cubrían las habitaciones sin dejar un solo resquicio a salvo. Muebles viejos y estropeados por la carcoma se extendían a lo largo de la casa sin perdonar una sola habitación.
Me arrepentí, hubiera preferido mil veces arrancar hierbajos y cortar el césped.

  No acabamos de limpiarlo todo hasta la tarde del día siguiente. Una vez hubimos acabado hasta yo me sorprendí del resultado.
Ni mi madre ni yo lográbamos entender el porqué de un precio tan bajo por el alquiler de una casa de semejantes dimensiones.
Por el momento no teníamos electrodomésticos de ningún tipo pero por suerte nos había bastado con los muebles que estaban en la casa.
Hasta la mañana siguiente el camión de la mudanza no nos traería el frigorífico, ni la televisión, ni nuestras ropas al igual que otro montón de cosas por lo que decidimos ir hasta el pueblo a comprar alguna que otra provisión.
Estaba cerca, a unos quince minutos a pie.
Era precioso, comenzaba a entender por qué mi madre aceptó el marcharnos allí. En verdad era un pueblo grande, bonito, y además; tenía playa.
Paseamos por sus calles durante casi tres horas, conociendo cada rincón, cada costumbre. Después compramos algo para cenar.
De regreso a nuestro nuevo hogar, mi madre no paró de hablar ni un solo momento. Estaba ilusionada, la veía feliz como hacía mucho tiempo que no la veía.
Llegamos pronto a casa, no teníamos televisión y estábamos cansados del duro día que habíamos tenido, por lo que nada más llegar, nos fuimos a la cama.



  La casa tenía dos plantas, y una especie de buhardilla.
La planta baja conectaba todas las estancias a través de una gran sala, la principal, situada nada más entrar por la puerta principal.
El salón era desmesurado para dos únicas personas. Sofás de cuero antiguo lo poblaban aquí y allá con un orden un tanto caprichoso. Una chimenea de piedra blanca adornaba el centro de la estancia. Parecía llevar años sin sentir el intenso ardor de los troncos en su interior. También había una mesa de madera de roble con capacidad para algo más de veinte personas, pero por suerte o desgracia, no todas las sillas habían sobrevivido al paso del tiempo. Al menos así no era tan exagerado.
La cocina tenía el tamaño apropiado, ni demasiado grande, ni tan pequeña como la de la otra casa. Por desgracia tendríamos que comprar una vitroceramica nueva y algún que otro electrodoméstico más con el gran aliciente del cheque que conseguí antes de mi despido.
La sala de estar era la habitación en la que más daños habían sufrido los muebles. Solo pudimos salvar un viejo, pero valioso piano de cola. Había pensado que era el espacio perfecto para montarme un pequeño gimnasio cuando volviese a trabajar y pudiera costeármelo. Pero no era más que una idea sin futuro.
Había dos habitaciones más totalmente desamuebladas. Por el momento, eran de lo más innecesarias.
En la sala principal, lo único que se podía apreciar eran unas descomunales escaleras victorianas que servían para llegar a la segunda planta, donde estaba mi habitación, al lado de la de mi madre y de otras dos más que nadie ocuparía. Todas ellas con cuarto de baño y un tamaño algo desmesurado para una sola persona.
Tuvimos que tirar una gran cantidad de muebles que no tenían arreglo alguno, pero con los que logramos salvar podríamos apañárnoslas.



  Me desperté sobresaltado pasada la media noche.
Exceptuando el viento del exterior no se apreciaba apenas ningún otro ruido. Intenté conciliar el sueño de nuevo, pero me resultaba un tanto complicado.
Varios minutos más tarde escuché un ruido ahogado proveniente de alguna parte de la casa. Abrí los ojos de golpe. En cierto modo asustaba.
Seguramente fuese ese mismo ruido el causante de mi desvelamiento.
Se repitió el mismo sonido, esta vez parecía más cercano.
Me levanté de la cama y noté algo de frío recorriendo mi cuerpo según apartaba la sábana de mi cuerpo semidesnudo. Caminé descalzo por la frescura que  escondía la gastada madera del suelo. Alumbré mí alrededor con la leve iluminación de una desgastada linterna.
Tras inspeccionar la planta de arriba bajé las escaleras intentando fijarme en cada detalle al máximo. La casa era demasiado antigua y aún no habíamos puesto cerraduras nuevas.
Podría haberse colado cualquier animal, o peor aún, cualquier persona.

  Cuando llegué a la entrada, agarré una lámpara que no funcionaba y la utilicé a modo de arma de defensa.  Caminé despacio, por cada rincón, por cada habitación.
No encontré nada así que decidí sentarme en uno de los sofás del salón para intentar tranquilizarme. Era más cómodo de lo que había imaginado.
Fue entonces, en ese mismo instante, cuando me percaté de que había algo en lo que no había reparado mientras limpiaba.
Bajo el mullido cojín del sofá en que estaba sentado, noté un bulto que se hundía en mi muslo, casi intangible, algo mínimo, minúsculo, inapreciable, aunque que a pesar de su extrema delicadeza me llamaba pidiendo a gritos ser rescatado.
Me aparté sentándome algo más a la izquierda.
Aún guardando mi calor, bajo el cuero marrón no se apreciaba nada a simple vista, pero si palpando. No era exagerado, pero fuera lo que fuese no tenía que estar allí.
Con paciencia logré encontrar una pequeña brecha por la que asomaba un poco de relleno.  Metí mi dedo índice con miedo de encontrar algo desagradable en su interior.  Sin quererlo, rasgué un poco más la tela y el agujero se hizo más grande, haciéndose visible.
Hurgué un poco más entre la espuma hasta que algo metálico golpeó la yema de mi dedo. Intenté cogerlo sin romper aún más el cojín, pero fue imposible.
Al final pude agarrar el extremo del objeto y tiré de él hasta tenerlo en mi poder.
Me acerqué a una de las mesitas de café que ocupaban el salón, y encendí una esperpéntica lámpara de mesa antigua. La luz me bastó para contemplar lo que tenía entre mis manos.

  Una fina pulsera de plata, demasiado pequeña para una muñeca como la mía, reposaba tranquila tras muchos años esperando ser rescatada en el interior de un viejo sofá. La plata había ennegrecido, pero a pesar de ello me pareció bastante bonita.
No era más que una fina cadena de la que colgaban, enganchados, cuatro colgantes con formas diversas; un corazón, algo mal tallado, pero bonito; una especie de gota, como si fuese una lágrima; una flor de cinco pétalos; y en discordancia con el resto, una guitarra. Me percaté de que también había una argolla vacía, probable portadora de otro adorno perdido hace mucho.

  Maquiné demasiadas posibles vidas sobre los anteriores inquilinos durante horas.
Después me fui a dormir.
La mañana siguiente no fue más tranquila que la anterior
Entre los dos pintamos cada tablón de la fachada de la casa. Al terminar, tenía otro aspecto.
Por la tarde paseamos hasta el pueblo.  Nos arrepentimos de no haber llevado ropa de baño, hacía un día caluroso y un chapuzón habría venido de maravilla.
Aún así paseamos sin cesar.


  Caminábamos despacio por el sendero que nos llevaba de vuelta a nuestro nuevo hogar cuando a lo lejos divisamos el camión de la mudanza. El resto de la tarde la pasamos colocando nuestras escasas pertenecías, aún así, no acabamos hasta bien entrada la noche.
Apenas cenamos, y la antena de la televisión no llegaba bien entre tanta naturaleza, por lo que decidimos acostarnos pronto.
Después de asearme, me empecé a desnudar, y algo cayó de mis pantalones vaqueros.
Recogí con cuidado la pulsera que había encontrado la noche anterior. La había llevado a una joyería del pueblo con la idea de que la limpiasen.  Había quedado como nueva.
Sonreí. No era más que una chiquillada, y a mi edad no era lo normal, pero aquella joya me pareció un tesoro, una reliquia que debía guardar.
Abrí el armario y cogí una caja de zapatos algo desgastada por los bordes. La abrí con cuidado mientras me dejaba embriagar por el olor de los recuerdos más importantes de mi vida. Y allí, en una de las esquinas dejé la pulsera con cuidado.
Probablemente pasarían años hasta que volviera a verla, pero sabía que entonces aquella misma sensación que tenemos al desenterrar algo de nuestro pasado, se apoderaría de nuevo de mis sentidos haciéndome viajar al pasado una vez más.
 Aquella sensación nostálgica pero envolvente, aquella alegría innata de recordar algo perfecto de nuestro ayer.

  Noté la vibración del móvil tras de mí, en la mesilla. Avancé sin ninguna prisa. La verdad era que desde que había llegado a Ribadesella no había vuelto a pensar en nadie y el teléfono no se había movido del mueble.
Sonreí, acababa de llegarme un mensaje de Chili. Me dio rabia ver que a parte de ese, tenía otros ocho mensajes más.
Los leí del más reciente, al más antiguo.

“Luck, no puedo hacer nada porque hayas desaparecido de aquí, pero sinceramente esperaba que siguiéramos siendo amigos. No hace falta que me respondas, a estas alturas he tomado la decisión yo sola. Adiós”

  Tragué saliva, quizá debí haberme preocupado un poco más por mis amigos.
Leí el mensaje anterior.

“Necesito tu ayuda Luck, no sé qué hacer.”


El anterior a ese, y otro, y otro…


“Probablemente tengas cosas mejor que hacer que leer mis mensajes,  pero necesito una ayuda y tu eres el único que puede hacerlo.”


“¿Volveremos a vernos algún día?”


“No quiero resultar un agobio para ti, pero necesito una respuesta.”


“¡Enano! ¿Qué tal va todo en tu nueva casa? Espero que no haya sido tan malo como pueda parecer. Quiero hablar contigo de algo.
Verás, hace más mes que no te veo, ni siquiera te despediste de mí.
Llevo tiempo agobiada en esta ciudad y barajándome la posibilidad de conocer mundo, así que he pensado pasar el verano fuera.
Es que es algo que no he decidido aún, necesito una señal que me haga quedarme, sino me iré.
¿Por qué justo ahora que te necesito, no estás aquí? Te odio pequeño granuja.”


  Los otros dos mensajes eran de Rita y Aaron.
Me sentía fatal. Ella había necesitada ayuda y yo ni siquiera había vuelto a mirar el móvil. Cerré los ojos, sería mejor pensar en lo que hacer para arreglarlo, lo que si sabía era que necesitaba meditarlo.






  El día siguiente fue más tranquilo.
Recordé por un momento la casa en la que habíamos vivido hasta unos días antes. Resultaba asombroso que una casa tres veces más grande, con un jardín enorme, y muebles de calidad, costase casi la mitad de precio al mes. Por fin habíamos tenido un golpe de suerte en nuestras vidas. Ojalá todo comenzase a ser mejor.
Decidimos darnos un baño en la playa, por lo que bajamos al pueblo.
El agua salada nos sentó de maravilla.
Miré a mi madre, estaba realmente hermosa. La veía aún más contenta que el día de nuestra llegada, y eso me hacía feliz a mí.
Una vez tumbados en la arena saqué el teléfono móvil. Hacía dos horas que le había mandado un mensaje a Chili pidiéndole disculpas, explicándole que no había tenido tiempo de nada, y ofreciéndole, si aún la quería, mi más sincera ayuda.
Pero tal y como esperaba, no me respondió.


  – ¿Has hablado con él? – la pregunta de mi madre me pilló desprevenido. Ya casi se habían secado todas las gotas de agua que habían cubierto nuestro cuerpo.
Me costó reaccionar y entender su pregunta, pero después mi respuesta fue ardua.

  – No. ¿Y tú?

  – Tampoco – suspiró. Siempre evitábamos hablar de aquello, pero a veces era inevitable –. Deberíamos llamarle esta noche

  – Mamá, no quiere saber nada de nosotros. No hay más que hablar

  – Pero aun así, no deja de ser tu hermano – su voz comenzó a quebrarse –. Deberíamos ayudarle

  – ¿Otra vez con lo mismo? – me puse en pie. Recordé el motivo por el que era mejor no hablar de aquello. Me enfurecía demasiado y siempre acabábamos discutiendo –. ¿Has olvidado ya lo que pasó la última vez, mamá?

  No me contestó, se puso en pie y ambos nos vestimos. De regreso a casa no volvimos a decir una sola palabra.
El transcurso de la cena fue algo incómodo. Notaba la tristeza en el rostro de mi madre. Me puse en pie sin haber terminado la comida, me acerqué a ella y le di un fuerte abrazo. Ella se echó a llorar.

  – Es hijo mío al igual que tú, Luck

  – Lo sé mamá. Lo sé – La apreté con fuerza contra mi pecho –. Pero de momento no podemos hacer nada por él

  Intenté calmarla un poco, y después, sin decirnos nada más cada uno fue a su habitación.
Me lavé los dientes sin poner mucho empeño. No dejaba de darle vueltas a la última vez que había escuchado su voz, el mismo día en que mi madre me dijo que nos mudábamos. El día del calendario en que con letra firme se podía leer: “Cumpleaños de Carlos”. Mi hermano Carlos.

  Ese día le llamé sin saber muy bien por qué lo hacía. Había escuchado una voz más apagada de lo que recordaba. No pude decirle nada, por eso tuve que colgar.
Aún no me sentía preparado para afrontar aquello, necesitaba armarme de fuerza y valor para ayudarle. Era demasiado complicado.
Me puse el pijama y me metí en la cama.
Miré el móvil con la vana esperanza de tener alguna noticia de Chili, pero la pantalla estaba tan vacía como antes.
No hacía mucho frío aquella noche, así que no me arrope.  Apoyé los brazos en la almohada. Aquella cama era enorme, podía estirarme todo lo que quisiera que no alcanzaría a rozar los bordes.
Sonreí, a pesar de no querer admitirlo, me empezaba a gustar mi nueva vida.





  Me desperté en mitad de la noche, sobresaltado y tembloroso aunque no recordaba haber soñado nada. Miré las incandescentes luces rojas del despertador. Era la misma hora a la que me desperté dos noches antes.
Al cabo de unos segundos, escuché un ruido que me resultaba familiar. Parecía que lo vivido la otra noche comenzaba a repetirse.
Mentiría si dijera que no sentí miedo alguno.
Caminé descalzo, deprisa.
Mi entorno parecía distinto, todo más antiguo y no tan vacío como creía recordar. Aun así, las cosas aparentaban estar menos estropeadas.
Era una situación extraña. Agarré el palo de la escoba que había encontrado al salir de mi cuarto.
Escuché de nuevo el mismo sonido. La casa era antigua, y las paredes crujían, al igual que el suelo. Pero ese ruido era humano, estaba seguro de ello.
Pasé por el cuarto de mi madre y con sigilo empujé la puerta. Dormía plácidamente, mejor así.
Bajé las escaleras y para mi sorpresa, se divisaba luz desde el salón, tenue pero suficiente para adivinar que allí dentro había alguien.
Empuñe el palo contra mi pecho, fuera quien fuese el intruso tendría que vérselas conmigo. Avancé despacio y sin hacer ningún ruido.
Delante de mí, en uno de los sofás se percibía una leve respiración.
Comencé a temblar, llevado por el temor y la responsabilidad de proteger a mi madre.
De un salto me puse frente al sofá y agité el palo de la escoba.

– ¡Aaaaaaaaaaah!

Me quedé de piedra. Reaccioné a tiempo y no golpeé su cuerpo, aunque poco me falto para hacerlo.
Una chica de unos dieciséis años me miraba asustada. Encogió sus piernas y escondió allí rostro, protegiéndose de mí.

  – ¡Joder! – tiré el palo de la escoba al suelo. Después me froté los ojos –. ¡¿Tú sabes el susto que me has pegado?!

  – ¡¿Yo?! – gritó –. ¡¿Qué yo te he asustado?! – tiritaba de miedo.

  – ¡Si tú! – chillé sin miedo de despertar a mi madre –. ¿Qué coño haces aquí?

  – Leer un libro – dijo con voz algo más calmada y dulce – pero… ¡A ti no tengo que darte explicaciones! – comenzó a ponerse histérica, se puso de pie alejándose de mí a toda prisa. Pero a cada paso que ella daba para distanciarse yo daba otro para acercarme, no la dejaría escapar por las buenas. Aunque fuese una mujer, se había colado en mi casa.

  – Creo que tienes que darme más de una explicación – dije subiendo la voz.

  – ¡Fuera de aquí o llamo a la policía! – gritó. Cada vez estaba más alterada, me miraba suplicante y temerosa –. ¡Mamá!

  – ¿A la policía? Llámala, así me ahorras a mí el trabajo – dije cruzándome de brazos y apoyando mi cuerpo en la única puerta por la que tenía escapatoria –. ¿Se puede saber por qué diantres llamas a tu madre? – dije enarcando una ceja.

  – ¡Que te vayas de mi casa, asesino! – me empujó con todas sus fuerzas, pero no consiguió moverme ni un solo milímetro.

  – Perdona, perdona, perdona… ¿Qué has dicho?

  – He dicho que te largues de aquí – susurró casi enseñando los dientes.

  – Ja, ja, ja – intente enfatizar la ironía lo mejor que pude –. Eres tú la que no debería estar en mi casa, monada

  – ¿Tu casa? – pareció sorprendida –. En serio ¡Estás loco! ¡Por favor vete de aquí! Si quieres dinero, llévatelo todo, pero no me hagas daño

  – No pienso hacerte daño – cada vez entendía menos la situación – Pero…¿Qué haces en mi casa?

  – Me estás empezando a dar miedo. Esta es mi casa, mis padres están durmiendo y yo solo estaba leyendo, sin molestar a nadie – dijo mostrándome un librillo algo deteriorado –. Por favor, no me violes

  No pude contener la risa. Después sin decir nada la observé detalladamente. Había algo extraño en ella. No parecía una chica como las demás.

  – Deja que me vaya, por favor – estaba nerviosa, tanto que comenzó a llorar.

  Me sentí culpable. Tan solo era una chiquilla y yo había sido algo agresivo con ella. Quizá estuviera loca y necesitase ayuda médica.

  – Ven conmigo – dije apartándome de la puerta – tomemos un café. Nos irá bien – intenté parecer amable.

Sin embargo ella no se movió. Me miró sin dejar de llorar, aun asustada.

  – ¿Sabes dónde está la cocina? – me miraba un tanto asombrada.

  – Claro, ya te he dicho que es mi casa – caminé hacia allí, sin mirar atrás. Abrí los viejos armarios y saqué la bolsa de café. ¿Desde cuándo comprábamos aquella marca? Bueno eso era lo de menos.

  Me extrañaba que mi madre no se hubiera despertado con tanto grito, pero mejor así, de lo contrario ella también se asustaría.
Escuché pasos tras de mí.
Di media vuelta para preguntar si querría leche o no, pero solo me dio tiempo a ver una sartén volando hacia mi frente. Después todo se volvió negro.


  Desperté un rato después, aunque no sabría decir muy bien cuánto tiempo había pasado. Abrí los ojos con cuidado, la luz me dañaba.
Cuando pude reaccionar de manera correcta, me incorporé.
Escuche sollozos a mi espalda. Di media vuelta con cuidado de no llevarme otro sartenazo, y la vi arrinconada en una esquina llorando mientras escondía su cara entre las piernas.
Me puse en pie y fui hacia el pasillo, pasando de largo.

  – Voy a llamar a la policía, será mejor que no te muevas de ahí – había intentado ser hospitalario con ella, pero parecía demasiado agresiva a parte de una loca redomada.
No encontré el teléfono por ninguna parte, tampoco el móvil.
Bajé de nuevo las escaleras.

  – Dime donde has escondido los teléfonos – era una orden. Ante su negativa comencé a chillar –. ¡Qué me lo digas de una vez! – la agarré por el brazo hasta notar que aquello le hacía daño.

  Susurró algo tan bajo que apenas entendí nada. Le pedí que repitiese lo que acababa de decir. Hasta el tercer intentó no logré entender nada.

  – Mis padres no se despiertan – miraba al frente en estado de shock.

  – Vamos, ponte en pie – dije atrayéndola hacia mí. Comenzaba a cansarme aquella situación –. Dime donde están tus padres. ¡Ahora!

  Comenzó a caminar a toda prisa delante de mí. Subió las escaleras mientras yo la seguía. Torció a la izquierda y entró en la habitación de mi madre.

  – Ahí están – dijo señalando a Mila –. No se despiertan

  – Es serio ¿Estás chiflada! Ésa de ahí… – dije señalando a la mujer que me había traído al mundo –… Esa de ahí ¡Es mi madre!

  Esperé que se despertase con mi elevado tono de voz pero sin embargo no lo hizo.

  – ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah! – la intrusa comenzó a gritar a pleno pulmón.

  Miré a mi madre. No se despertaba. Me abalancé sobre ella y comencé a agitarla. Ni siquiera se movió, pero podía notar su respiración.

  – ¡¿Qué le has hecho a mi madre, loca?! – intenté sin resultado despertarla una vez más mientras culpaba a la chica de aquello.

  – ¿Qué estás haciendo? – me miró con congoja –. ¿Por qué agitas el aire como si tuvieras algo en las manos?

  La miré a los ojos. No eran los de una persona demente, simplemente los de alguien que tenía miedo.
No dejaba de llorar y de mirarme.

  – ¿Qué está pasando? – dijo frotándose las manos. Después estalló en llanto.

  Fue entonces, en ese mismo momento cuando me percaté de algo en lo que no me había fijado antes. Su ropa. Era distinta. Pasada de moda.
Salí de la habitación y bajé al salón. Encendí todas y cada una de las luces. Antes había notado algo extraño a mí alrededor, pero con tanta excitación no me había parado a observar.
Los muebles no estaban colocados de manera exacta a como los habíamos dejado al limpiar la casa. La vivienda estaba  poblada de figuritas horripilantes que no recordaba. Había muebles que ni siquiera había visto.
En la mesa había un periódico usado, casi de manera instintiva me abalancé sobre él.
Fue uno de los momentos más impactantes de mi vida.

  – ¿En qué año estamos? – pregunté sin ni siquiera saber que la chica me había seguido hasta allí.

  – Junio del sesenta y cuatro… – su voz parecía algo más calmada, pero al mismo tiempo esperaba una explicación.

  – ¿Día? – dije mirando todos y cada uno de los objetos de la sala, ridiculizándome lo distinto que era todo.

  – Veintisiete

  – Te equivocas, es veintisiete de junio de 2012 – la miré fijamente a los ojos.

  – No es cierto… – me devolvió la mirada –. Vistes raro – No era una pregunta

  Me miré a mi mismo de arriba abajo. Llevaba unos pantalones negros de lo más comunes y una camiseta de manga corta grisácea. Todo básico, nada del otro mundo. La miré a ella. Pantalones anchos, plagados de formas extrañas y llenas de colores. Una blusa beige ceñida al cuerpo.

  – Esto es de locos – Di media vuelta –. Necesitas ir al psiquiátrico

  – ¿Cómo te llamas? – su voz parecía suplicante.

  – ¿En serio piensas que voy a decirle mi nombre a chiflada como tú?

  – Mira, no sé lo que está pasando, pero seguro que si los dos colaboramos será más fácil –. Se acercó a mí tendiéndome la mano. Parecía sincera y algo más tranquila que hasta hacía un momento. Quizá lo mejor fuera seguirle el juego hasta descubrir la verdad–. Yo me llamo Leonor

  – Luck – nos estrechamos la mano –. Leo para los amigos, imagino

  – No – me miró dubitativa –. Leonor a secas

  – Mira, Leonora a secas no tengo ni idea de lo que está pasando así que no creo que pueda servirte de gran ayuda

  – Lo que está claro es que no piensas colaborar, así que lo mejor será que te marches de mi casa – parecía realmente ofendida.

  – Uh… – cerré los ojos –. ¿Empezamos de nuevo?

 Ella no habló una palabra más, se acercó al sofá y se sentó en el metiendo los pies debajo de sus muslos. Después se tapó con una manta. La verdad es que hacía algo de frío.
Yo me senté en otro sofá apartado de ella pero no demasiado lejos, debía tenerla vigilada.
La observé de arriba abajo. Era diferente al resto de chicas de esa edad.

  – Leo – sabía que se estaba quedando dormida pero ni siquiera me importó. Ella asintió con la garganta, algo molesta por no llamarla por su nombre de pila–.  ¿Alguna vez antes te había pasado algo como esto?

  – Todas las noches – y esas fueron las últimas palabras que pronunció antes de quedarse dormida con una enorme sonrisa mordaz en la boca.  Al verla, yo también sonreí.
Pasaron las horas y mis párpados comenzaban a pesar. Me daba miedo dormirme con aquella lunática cerca, pero el lastre del sueño pudo más que cualquier intento por sobrevivir y acabé quedándome dormido.




  Me desperté sobresaltado, con el corazón en un puño y la respiración agitada.
Miré mí alrededor. Aquello era demasiado extraño. Me había dormido en el sofá y había despertado en la habitación.
Ya no podía más con todo ese desorden, aquello tenía que acabar ya.
Salí disparado de debajo de mis sábanas y bajé corriendo las escaleras entrando directo al salón. Leonor ya no estaba allí. La maldije en voz baja.
Subí las escaleras de nuevo casi sin aliento y entré sin cuidado alguno en la habitación de mi madre. Necesitaba ver que estaba bien.

  – ¡Lucas! – chilló incorporándose de golpe en la cama. Se llevó la mano al pecho y trató de calmar su respiración. Estaba demasiado despeinada, y me miraba con los ojos abiertos como platos – ¿Se puede saber qué ocurre? ¡Me has dado un susto de muerte!

  No lograba entender nada. Bajé de nuevo al salón y me senté en el mismo sofá en el que me había quedado dormido. Miré a través de la ventana, y fue entonces cuando entendí todo.


  Lo que había sucedido la noche anterior no había sido más que un estúpido sueño. El sueño más real que había tenido hasta el momento, pero simple fantasía.
Sonreí aliviado y comencé a reír paliando el nerviosismo que había sentido durante horas.
Me acerqué a la cocina con paso liviano y optimista. Todo estaba en su sitio de nuevo, tal y como lo recordaba, hasta el café.
Miré el reloj. La noche anterior, debí quedarme dormido casi de inmediato.
Ya eran las seis de la mañana.
Bostecé.

Me sentía cansado. Regresé a la cama y cerré los ojos una vez más.  

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