Capítulo 2. Guantes de
poder.
Mi nombre; Lysandra Wills. Nací el 1 de
agosto de 1995 en la ciudad de Arthsland. Desde ese día, la riqueza y el poder
fueron mis dos condicionantes más fuertes.
Mi
familia, dueña de las 17 fábricas de chocolates Wills esparcidas por el mundo,
vive en la riqueza desde años inmemorables.
Todo
cuanto me rodea desde niña, está cercado en la valla de las altas clases, el
lujo, y la superioridad.
Vivimos en una mansión situada al norte de la
ciudad, ente las pequeñas montañas y los verdes valles. Bajo su techo, vivimos
parte de mi familia. Mis padres, mi hermano, mis abuelos maternos y yo. Sin
embargo, la persona a la que más echo de menos, apenas la veo una vez al año;
mi abuela Susan. Vive en España, rodeada de humildad y gentileza.
Mi vida siempre fue aburrida. Clases de
equitación, después piano, martes y jueves la Señora Montse me enseñaba
clases de “buenos modales”. Las odiaba con toda mi alma. Todo esto sin olvidar
las horas de colegio y las tres horas de estudio posteriores diarias, sin
excluir los fines de semana que tenía más clases aún. Apenas tenía tiempo para
jugar, divertirme… Vivir mi infancia. Desde que me alcanza la memoria fui una
“muñeca refinada”.
Recuerdo, cuando cumplí tres años, mi padre,
Arturo, de sangre española al igual que mi abuela, me regaló una muñeca de porcelana.
Era preciosa. Tez pálida y perfecta. Pelo rizado del color del trigo, y unos
preciosos ojos violáceos. Me gustaba tanto que lo único que hacía era peinarla
y observarla tanto tiempo como podía. Hasta que un día, mi madre, Rosse, me
prohibió jugar con ella. “Una pérdida de tiempo. Las señoritas no necesitan
muñecas” Esas fueron sus palabras.
¿Quién
era yo? Una niña que no sabía lo que era vivir. Un ser humano echo de piedra,
sin sentimientos. Un robot que reproducía todo cuanto le enseñaron a lo largo
de la vida. Harta de esa vida si, pero sin una pizca de valor para intentar
cambiarla.
Pero todo cambió la noche anterior a mi
quince cumpleaños. Mis padres discutían (cosa poco frecuente) y adiviné que mi
padre estaba realmente enfadado (menos común todavía). Yo escondía mi cabeza
bajo la almohada y apretándola con toda mi fuerza pude escuchar como mi padre se marchaba de casa. Lloré durante toda
la noche. Si él se iba, poco me quedaba en esa horrible casa.
A
la mañana siguiente, esperé sentada en el duro sofá de cuero de la sala
principal más de dos horas. Pero no regresaba. Mi madre ni siquiera me
felicitó, pero tampoco me importaba.
Al
final, decidí dar un paseo por el jardín.
Al
salir de casa, observé a lo lejos el lento caminar de mi padre. Venía hacia
casa, pero no lo hacía solo. Un hombre, de unos cuarenta años paseaba a su
lado. Cojeaba de la pierna derecha y tenía decenas de cicatrices en la cara.
Cuando
llegaron frente a mí, ambos frenaron en seco, pero nadie dijo nada.
Al
final, el hombre, fue quien rompió aquel incomodo silencio.
- Lysandra, si no me equivoco – Simplemente
asentí. – Mi nombre es Mathew Crowd – dijo tendiendo su mano. Yo simplemente la
miré, y me quede quieta. Al final la retiro con gesto ofendido. – Seguramente
no sepas quien soy…
- Seguramente – interrumpí de inmediato.
- Ya, lo imaginaba. Conozco a tu padre desde
hace unos años, y siempre está hablando de ti…
- Pues conmigo no hace lo mismo sobre usted –
dije con tono desafiante e hiriente.
- Lo sé – hizo una pausa. – Verás Lysi…
- Lysandra Señor Crowd – interrumpí de nuevo
tajantemente.
- Lysandra… - continuó – Hace años que soy
entrenador y estaría encantado de tenerte entre mis alumnos…
- Ni hablar. No pienso aprender nada más.
Estoy harta –di la vuelta para entrar de nuevo en la casa – ¡Ni una clase más!
- ¡Lysi! – gritó mi padre. Hice oídos sordos.
Cerré
la puerta con fuerza tras de mi y subí a mi habitación con paso firme. Aún
esperaba un mísero “felicidades” de mi padre. Me tumbé en la cama, y empecé a
llorar. Uno de mis pasatiempos más frecuentes en aquella casa.
No
recuerdo cuanto tiempo estuve así, pero se que me quedé dormida.
Tuve
un sueño extraño. Volaba cerca de una nube amarilla, esponjosa de dimensiones
perfectas. El sol, asomaba desde unas verdes montañas, y los rayos me cegaban.
Más tarde comprendí que era una clara señal de que mi vida iba a cambiar.
Cuando
desperté, ahí estaba mi padre. Sentado en el borde de mi cama adoselada. Estaba
triste, y tenía los ojos clavados en mí. Me sentí incomoda y culpable por la
tensión que había generado aquella tarde.
- Cariño, ¿Por qué hiciste eso…? – dijo casi
susurrando.
Simplemente
me encogí de hombros.
- Lysi, ese hombre, era “mi regalo de
cumpleaños”
Arrugué
la cara con gesto de sorpresa. Un hombre… ¿Mi regalo? No, yo no quería tener un
“esclavo”. No quería parecerme a mi madre.
- Mathew Crowd, es el diecisiete veces campeón
mundial de boxeo, pequeña – arqueé tanto las cejas que pensé que desaparecerían
de mi cara. - Sólo entrena a profesionales, pero hace años entablé una extraña
amistad con él, y le pedí que fuera tu entrenador. Y ¿Sabes qué es lo mejor?
Que aceptó desde el principio, sin ninguna pega. Pensé que tal vez te gustaría
meterte en ese mundo.
Me
costó un par de minutos asimilarlo, y entonces empecé a atar cabos.
- Por eso discutías anoche con mamá – afirmé.
Él asintió. - ¡Guau…! – Dije aún atónita – Boxear… ¡Se tuvo que volver loca
cuando se lo dijiste! – dije mirando a mi padre. Sonreí, al igual que él, y en
un segundo, esas sonrisas se tornaron en carcajadas abrumadoras.
- Toma – dijo entregándome un regalo.
Lo
abrí sin mucha ilusión. No me gustaban los regalos. Pero al abrirlo, sentí como
si algo lejanamente desconocido se apoderase de mí, sintiéndome igual que doce
años atrás, al ver mi muñeca de porcelana.
Eran
unos guantes de boxeo. Rojos y brillantes. Sonreí a mi padre.
- Quisiera pedir disculpas al Señor Crowd
papá. Y decirle, que acepto que sea mi nuevo entrenador. Pero con una condición
– no dije más palabras hasta que él asintió. – Ni una clase más de modales,
piano, ni nada por el estilo. En todo caso, equitación, pero nada más. Por
favor…
Mi
padre, me abrazó y besó mi frente.
- Tranquila mi niña. Lucharé para que
empieces a ser feliz- me abrazó aún más fuerte. – Feliz cumpleaños…
Y
padre e hija, compartimos unos minutos más aquel maravilloso abrazo.
A
partir de entonces, mi vida empezó a cambiar.
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